miércoles, 10 de enero de 2007

El por qué de la Filosofía

Árbol de sangre, el hombre siente, piensa, florece
y da frutos insólitos: palabras.
Se enlazan lo sentido y lo pensado,
tocamos las ideas: son cuerpos y son números.

octavio paz

¿Tiene sentido empeñarse hoy, a finales del siglo XX o co­mienzos del XXI, en mantener la filosofía como una asignatu­ra más del bachillerato? ¿Se trata de una mera supervivencia del pasado, que los conservadores ensalzan por su prestigio tradicional pero que los progresistas y las personas prácticas deben, mirar con justificada impaciencia? ¿Pueden los jóve­nes, adolescentes más bien, niños incluso, sacar algo en lim­pio de lo que a su edad debe resultarles un galimatías? ¿No se limitarán en el mejor de los casos a memorizar unas cuantas fórmulas pedantes que luego repetirán como papagayos? Qui­zá la filosofía interese a unos pocos, a los que tienen vocación filosófica, si es que tal cosa aún existe, pero ésos ya tendrán en cualquier caso tiempo de descubrirla más adelante. Entonces, ¿por qué imponérsela a todos en la educación secun­daria? ¿No es una pérdida de tiempo caprichosa y reacciona­ria, dado lo sobrecargado de los programas actuales de ba­chillerato?

Lo curioso es que los primeros adversarios de la filosofía le reprochaban precisamente ser «cosa de niños», adecuada como pasatiempo formativo en los primeros años pero im­propia de adultos hechos y derechos. Por ejemplo, Calicles, que pretende rebatir la opinión de Sócrates de que «es mejor padecer una injusticia que causarla». Según Calicles, lo ver­daderamente justo, digan lo que quieran las leyes, es que los más fuertes se impongan a los débiles, los que valen más a los que valen menos y los capaces a los incapaces. La ley dirá que es peor cometer una injusticia que sufrirla pero lo natural es considerar peor sufrirla que cometerla. Lo demás son tiquismiquis filosóficos, para los que guarda el ya adulto Calicles todo su desprecio: «La filosofía es ciertamente, amigo Sócrates, una ocupación grata, sí uno se dedica a ella con mesura en los años juveniles, pero cuando se atiende a ella más tiempo del debido es la ruina de los hombres.»2 Calicles no ve nada de malo aparentemente en enseñar filosofía a los jóvenes aunque considera el vicio de filosofar un pecado rui­noso cuando ya se ha crecido. Digo «aparentemente» porque no podemos olvidar que Sócrates fue condenado a beber la cicuta acusado de corromper a los jóvenes seduciéndoles con su pensamiento y su palabra. A fin de cuentas, si la filosofía desapareciese del todo, para chicos y grandes, el enérgico Calicles —partidario de la razón del más fuerte— no se llevaría gran disgusto...

Si se quieren resumir todos los reproches contra la filo­sofía en cuatro palabras, bastan éstas: no sirve para nada. Los filósofos se empeñan en saber más que nadie de todo lo imaginable aunque en realidad no son más que charlatanes amigos de la vacua palabrería. Y entonces, ¿quién sabe de verdad lo que hay que saber sobre el mundo y la sociedad? Pues los científicos, los técnicos, los especialistas, los que son capaces de dar informaciones válidas sobre la realidad.

En el fondo los filósofos se empeñan en hablar de lo que no saben: el propio Sócrates lo reconocía así, cuando dijo «sólo sé que no sé nada». Si no sabe nada, ¿para qué vamos a es­cucharle, seamos jóvenes o maduros? Lo que tenemos que hacer es aprender de los que saben, no de los que no saben. Sobre todo hoy en día, cuando las ciencias han adelantado tanto y ya sabemos cómo funcionan la mayoría de las co­sas... y cómo hacer funcionar otras, inventadas por científi­cos aplicados.

Así pues, en la época actual, la de los grandes descubri­mientos técnicos, en el mundo del microchip y del acelerador de partículas, en el reino de Internet y la televisión digital... ¿qué información podemos recibir de la filosofía? La única respuesta que nos resignaremos a dar es la que hubiera probablemente ofrecido el propio Sócrates: ninguna. Nos infor­man las ciencias de la naturaleza, los técnicos, los periódicos, algunos programas de televisión... pero no hay información «filosófica». Según señaló Ortega, antes citado, la filosofía es incompatible con las noticias y la información está hecha de noticias. Muy bien, pero ¿es información lo único que busca­mos para entendemos mejor a nosotros mismos y lo que nos rodea? Supongamos que recibimos una noticia cualquiera, ésta por ejemplo: un número x de personas muere diaria­mente de hambre en todo el mundo. Y nosotros, recibida la información, preguntamos (o nos preguntamos) qué debemos pensar de tal suceso. Recabaremos opiniones, algunas de las cuales nos dirán que tales muertes se deben a desajustes en el ciclo macroeconómico global, otras hablarán de la superpo­blación del planeta, algunos clamarán contra el injusto repar­to de los bienes entre posesores y desposeídos, o invocarán la voluntad de Dios, o la fatalidad del destino... Y no faltará al­guna persona sencilla y candida, nuestro portero o el quios­quero que nos vende la prensa, para comentar: «¡En qué mundo vivimos!» Entonces nosotros, como un eco pero cam­biando la exclamación por la interrogación, nos preguntare­mos: «Eso: ¿en qué mundo vivimos?»

No hay respuesta científica para esta última pregunta, porque evidentemente no nos conformaremos con respuestas como «vivimos en el planeta Tierra», «vivimos precisamente en un mundo en el que x personas mueren diariamente de hambre», ni siquiera con que se nos diga que «vivimos en un mundo muy injusto» o «un mundo maldito por Dios a causa de los pecados de los humanos» (¿por qué es injusto lo que pasa?, ¿en qué consiste la maldición divina y quién la certifi­ca?, etc.). En una palabra, no queremos más información so­bre lo que pasa sino saber qué significa la información que te­nemos, cómo debemos interpretarla y relacionarla con otras informaciones anteriores o simultáneas, qué supone todo ello en la consideración general de la realidad en que vivimos, cómo podemos o debemos comportarnos en la situación así establecida. Estas son precisamente las preguntas a las que atiende lo que vamos a llamar filosofía. Digamos que se dan tres niveles distintos de entendimiento:

a) la información, que nos presenta los hechos y los me­canismos primarios de lo que sucede;

b) el conocimiento, que reflexiona sobre la información recibida, jerarquiza su importancia significativa y busca prin­cipios generales para ordenarla;

c) la sabiduría, que vincula el conocimiento con las op­ciones vitales o valores que podemos elegir, intentando esta­blecer cómo vivir mejor de acuerdo con lo que sabemos.

Creo que la ciencia se mueve entre el nivel a) y el b) de co­nocimiento, mientras que la filosofía opera entre el b) y el c). De modo que no hay información propiamente filosófica, pero sí puede haber conocimiento filosófico y nos gustaría llegar a que hubiese también sabiduría filosófica. ¿Es posible lograr tal cosa? Sobre todo: ¿se puede enseñar tal cosa?

Busquemos otra perspectiva a partir de un nuevo ejemplo o, por decirlo con más exactitud, utilizando una metáfora. Imaginemos que nos situamos en el museo del Prado frente a uno de sus cuadros más célebres. El jardín de las delicias de Hieronymus Bosch, llamado El Bosco. ¿Qué formas de enten­dimiento podemos tener de esa obra maestra? Cabe en primer lugar que realicemos un análisis físico-químico de la textura del lienzo empleado por el pintor, de la composición de los di­versos pigmentos que sobre él se extienden o incluso que uti­licemos los rayos X para localizar rastros de otras imágenes o esbozos ocultos bajo la pintura principal. A fin de cuentas, el cuadro es un objeto material, una cosa entre las demás cosas que puede ser pesada, medida, analizada, desmenuzada, etc. Pero también es, sin duda, una superficie donde por medio de colores y formas se representan cierto número de figuras. De modo que para entender el cuadro también cabe realizar el inventario completo de todos los personajes y escenas que aparecen en él, sean personas, animales, engendros demonía­cos, vegetales, cosas, etc., así como dejar constancia de su dis­tribución en cada uno de los tres cuerpos del tríptico. Sin em­bargo, tantos muñecos y maravillas no son meramente gra­tuitos ni aparecieron un día porque sí sobre la superficie de la tela. Otra manera de entender la obra será dejar constancia de que su autor (al que los contemporáneos también se refe­rían con el nombre de Jeroen Van Aeken) nació en 1450 y mu­rió en 1516. Fue un destacado pintor de la escuela flamenca, cuyo estilo directo, rápido y de tonos delicados marca el final de la pintura medieval. Los temas que representa, sin embar­go, pertenecen al mundo religioso y simbólico de la Edad Me­dia, aunque interpretado con gran libertad subjetiva. Una la­bor paciente puede desentrañar —o intentar desentrañar— el contenido alegórico de muchas de sus imágenes según la iconografía de la época; el resto bien podría ser elucidado de acuerdo con la hermenéutica onírica del psicoanálisis de Freud. Por otra parte, El jardín de las delicias es una obra del período medio en la producción del artista, como Las tenta­ciones de san Antonio conservadas en el Museo de Lisboa, an­tes de que cambiase la escala de representación y la disposi­ción de las figuras en sus cuadros posteriores, etc.

Aún podríamos imaginar otra vía para entender el cua­dro, una perspectiva que no ignorase ni descartase ninguna de las anteriores pero que pretendiera abarcarlas juntamente en la medida de lo posible, aspirando a comprenderlo en su totalidad. Desde este punto de vista más ambicioso. El jardín de las delicias es un objeto material pero también un testimo­nio histórico, una lección mitológica, una sátira de las ambi­ciones humanas y una expresión plástica de la personalidad más recóndita de su autor. Sobre todo, es algo profundamen­te significativo que nos interpela personalmente a cada uno de quienes lo vemos tantos siglos después de que fuera pintado, que se refiere a cuanto sabemos, fantaseamos o deseamos de la realidad y que nos remite a las demás formas simbólicas o artísticas de habitar el mundo, a cuanto nos hace pensar, reír o cantar, a la condición vital que compartimos todos los hu­manos tanto vivos como muertos o aún no nacidos... Esta úl­tima perspectiva, que nos lleva desde lo que es el cuadro a lo que somos nosotros, y luego a lo que es la realidad toda para retomar de nuevo al cuadro mismo, será el ángulo de consi­deración que podemos llamar filosófico. Y, claro está, hay una perspectiva de entendimiento filosófico sobre cada cosa, no exclusivamente sobre las obras maestras de la pintura.

Volvamos otra vez a intentar precisar la diferencia esen­cial entre ciencia y filosofía. Lo primero que salta a la vista no es lo que las distingue sino lo que las asemeja: tanto la cien­cia como la filosofía intentan contestar preguntas suscitadas por la realidad. De hecho, en sus orígenes, ciencia y filosofía estuvieron unidas y sólo a lo largo de los siglos la física, la química, la astronomía o la psicología se fueron independi­zando de su común matriz filosófica. En la actualidad, las ciencias pretenden explicar cómo están hechas las cosas y cómo funcionan, mientras que la filosofía se centra más bien en lo que significan para nosotros; la ciencia debe adoptar el punto de vista impersonal para hablar sobre todos los temas (¡incluso cuando estudia a las personas mismas!), mientras que la filosofía siempre permanece consciente de que el conocimiento tiene necesariamente un sujeto, un protagonista humano. La ciencia aspira a conocer lo que hay y lo que sucede; la filosofía se pone a reflexionar sobre cómo cuenta, para no­sotros lo que sabemos que sucede y lo que hay. La ciencia multiplica las perspectivas y las áreas de conocimiento, es de­cir fragmenta y especializa el saber; la filosofía se empeña en relacionarlo todo con todo lo demás, intentando enmarcar los saberes en un panorama teórico que sobrevuele la diversidad desde esa aventura unitaria que es pensar, o sea ser humanos. La ciencia desmonta las apariencias de lo real en elementos teóricos invisibles, ondulatorios o corpusculares, matematizables, en elementos abstractos inadvertidos; sin ignorar ni des­deñar ese análisis, la filosofía rescata la realidad humanamen­te vital de lo aparente, en la que transcurre la peripecia de nuestra existencia concreta (v. gr.: la ciencia nos revela que los árboles y las mesas están compuestos de electrones, neutro­nes, etc., pero la filosofía, sin minimizar esa revelación, nos devuelve a una realidad humana entre árboles y mesas). La ciencia busca saberes y no meras suposiciones; la filosofía quiere saber lo que supone para nosotros el conjunto de nues­tros saberes... ¡y hasta si son verdaderos saberes o ignoran­cias disfrazadas! Porque la filosofía suele preguntarse princi­palmente sobre cuestiones que los científicos (y por supuesto la gente corriente) dan ya por supuestas o evidentes. Lo apun­ta bien Thomas Nagel, actualmente profesor de filosofía en una universidad de Nueva York: «La principal ocupación de la filosofía es cuestionar y aclarar algunas ideas muy comunes que todos nosotros usamos cada día sin pensar sobre ellas. Un historiador puede preguntarse qué sucedió en tal momen­to del pasado, pero un filósofo preguntará: ¿qué es el tiempo? Un matemático puede investigar las relaciones entre los nú­meros pero un filósofo preguntará: ¿qué es un número? Un físico se preguntará de qué están hechos los átomos o qué explica la gravedad, pero un filósofo preguntará: ¿cómo pode­mos saber que hay algo fuera de nuestras mentes? Un psicó­logo puede investigar cómo los niños aprenden un lenguaje, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una palabra significa algo? Cualquiera puede preguntarse si esta mal colarse en el cine sin pagar, pero un filósofo preguntará: ¿por qué una ac­ción es buena o mala?»3

En cualquier caso, tanto las ciencias como las filosofías contestan a preguntas suscitadas por lo real. Pero a tales pre­guntas las ciencias brindan soluciones, es decir, contestacio­nes que satisfacen de tal modo la cuestión planteada que la anulan y disuelven. Cuando una contestación científica fun­ciona como tal ya no tiene sentido insistir en la pregunta, que deja de ser interesante (una vez establecido que la composi­ción del agua es H¡0 deja de interesamos seguir preguntando por la composición del agua y este conocimiento deroga au­tomáticamente las otras soluciones propuestas por científicos anteriores, aunque abre la posibilidad de nuevos interrogan­tes). En cambio, la filosofía no brinda soluciones sino res­puestas, las cuales no anulan las preguntas pero nos permiten convivir racionalmente con ellas aunque sigamos planteándo­noslas una y otra vez: por muchas respuestas filosóficas que conozcamos a la pregunta que inquiere sobre qué es la justi­cia o qué es el tiempo, nunca dejaremos de preguntamos por el tiempo o la justicia ni descartaremos como ociosas o «superadas» las respuestas dadas a esas cuestiones por filósofos anteriores. Las respuestas filosóficas no solucionan las pre­guntas de lo real (aunque a veces algunos filósofos lo hayan creído así...) sino que más bien cultivan la pregunta, resaltan lo esencial de ese preguntar y nos ayudan a seguir pregun­tándonos, a preguntar cada vez mejor, a humanizamos en la convivencia perpetua con la interrogación. Porque, ¿qué es el hombre sino el animal que pregunta y que seguirá preguntan­do más allá de cualquier respuesta imaginable?

Hay preguntas que admiten solución satisfactoria y tales preguntas son las que se hace la ciencia; otras creemos impo­sible que lleguen a ser nunca totalmente solucionadas y responderlas —siempre insatisfactoriamente— es el empeño de la filosofía. Históricamente ha sucedido que algunas preguntas empezaron siendo competencia de la filosofía —la natu­raleza y movimiento de los astros, por ejemplo— y luego pa­saron a recibir solución científica. En otros casos, cuestiones en apariencia científicamente solventadas volvieron después a ser tratadas desde nuevas perspectivas científicas, estimula­das por dudas filosóficas (el paso de la geometría euclidiana a las geometrías no euclidianas, por ejemplo). Deslindar qué preguntas parecen hoy pertenecer al primero y cuáles al se­gundo grupo es una de las tareas críticas más importantes de los filósofos... y de los científicos. Es probable que ciertos as­pectos de las preguntas a las que hoy atiende la filosofía reci­ban mañana solución científica, y es seguro que las futuras soluciones científicas ayudarán decisivamente en el replanteamiento de las respuestas filosóficas venideras, así como no sería la primera vez que la tarea de los filósofos haya orienta­do o dado inspiración a algunos científicos. No tiene por qué haber oposición irreductible, ni mucho menos mutuo menos­precio, entre ciencia y filosofía, tal como creen los malos científicos y los malos filósofos. De lo único que podemos es­tar ciertos es que ¡amas ni la ciencia ni la filosofía carecerán de preguntas a las que intentar responder...

Pero hay otra diferencia importante entre ciencia y filoso­fía, que ya no se refiere a los resultados de ambas sino al modo de llegar hasta ellos. Un científico puede utilizar las so­luciones halladas por científicos anteriores sin necesidad de recorrer por sí mismo todos los razonamientos, cálculos y experimentos que llevaron a descubrirlas; pero cuando alguien quiere filosofar no puede contentarse con aceptar las respues­tas de otros filósofos o citar su autoridad como argumento in­controvertible: ninguna respuesta filosófica será válida para él si no vuelve a recorrer por sí mismo el camino trazado por sus antecesores o intenta otro nuevo apoyado en esas pers­pectivas ajenas que habrá debido considerar personalmente. En una palabra, el itinerario filosófico tiene que ser pensado individualmente por cada cual, aunque parta de una muy rica tradición intelectual. Los logros de la ciencia están a disposi­ción de quien quiera consultarlos, pero los de la filosofía sólo sirven a quien se decide a meditarlos por sí mismo.

Dicho de modo más radical, no sé si excesivamente radi­cal: los avances científicos tienen como objetivo mejorar nuestro conocimiento colectivo de la realidad, mientras que filosofar ayuda a transformar y ampliar la visión personal del mundo de quien se dedica a esa tarea. Uno puede investigar científicamente por otro, pero no puede pensar filosófi­camente por otro... aunque los grandes filósofos tanto nos hayan a todos ayudado a pensar. Quizá podríamos añadir que los descubrimientos de la ciencia hacen más fácil la ta­rea de los científicos posteriores, mientras que las aportacio­nes de los filósofos hacen cada vez más complejo (aunque también más rico) el empeño de quienes se ponen a pensar después que ellos. Por eso probablemente Kant observó que no se puede enseñar filosofía sino sólo a filosofar: porque no se trata de transmitir un saber ya concluido por otros que cualquiera puede aprenderse como quien se aprende las ca­pitales de Europa, sino de un método, es decir un camino para el pensamiento, una forma de mirar y de argumentar.

«Sólo sé que no sé nada», comenta Sócrates, y se trata de una afirmación que hay que tomar —a partir de lo que Platón y Jenofonte contaron acerca de quien la profirió— de modo irónico. «Sólo sé que no sé nada» debe entenderse como: «No me satisfacen ninguno de los saberes de los que vosotros es­táis tan contentos. Si saber consiste en eso, yo no debo saber nada porque veo objeciones y falta de fundamento en vues­tras certezas. Pero por lo menos sé que no sé, es decir que en­cuentro argumentos para no fiarme de lo que comúnmente se llama saber. Quizá vosotros sepáis verdaderamente tantas co­sas como parece y, si es así, deberíais ser capaces de respon­der mis preguntas y aclarar mis dudas. Examinemos juntos lo que suele llamarse saber y desechemos cuanto los supuestos expertos no puedan resguardar del vendaval de mis interro­gaciones. No es lo mismo saber de veras que limitarse a re­petir lo que comúnmente se tiene por sabido. Saber que no se sabe es preferible a considerar como sabido lo que no hemos pensado a fondo nosotros mismos. Una vida sin examen, es decir la vida de quien no sopesa las respuestas que se le ofre­cen para las preguntas esenciales ni trata de responderlas personalmente, no merece la pena de vivirse.» O sea que la filosofía, antes de proponer teorías que resuelvan nuestras per­plejidades, debe quedarse perpleja. Antes de ofrecer las respuestas verdaderas, debe dejar claro por qué no le convencen las respuestas falsas. Una cosa es saber después de haber pensado y discutido, otra muy distinta es adoptar los saberes que nadie discute para no tener que pensar. Antes de llegar a saber, filosofar es defenderse de quienes creen saber y no ha­cen sino repetir errores ajenos. Aún más importante que es­tablecer conocimientos es ser capaz de criticar lo que cono­cemos mal o no conocemos aunque creamos conocerlo: antes de saber por qué afirma lo que afirma, el filósofo debe saber al menos por qué duda de lo que afirman los demás o por qué no se decide a afirmar a su vez. Y esta función negativa, defensiva, crítica, ya tiene un valor en sí misma, aunque no va­yamos más allá y aunque en el mundo de los que creen que saben el filósofo sea el único que acepta no saber pero cono­ce al menos su ignorancia.

¿Enseñar a filosofar aún, a finales del siglo XX, cuando todo el mundo parece que no quiere más que soluciones in­mediatas y prefabricadas, cuando las preguntas que se aven­turan hacia lo insoluble resultan tan incómodas? Planteemos de otro modo la cuestión: ¿acaso no es humanizar de forma plena la principal tarea de la educación?, ¿hay otra dimen­sión más propiamente humana, más necesariamente humana que la inquietud que desde hace siglos lleva a filosofar?, ¿pue­de la educación prescindir de ella y seguir siendo humanizadora en el sentido libre y antidogmático que necesita la so­ciedad democrática en la que queremos vivir?

De acuerdo, aceptemos que hay que intentar enseñar a los jóvenes filosofía o, mejor dicho, a filosofar. Pero ¿cómo llevar a cabo esa enseñanza, que no puede ser sino una invitación a que cada cual filosofe por sí mismo? Y ante todo: ¿por dónde empezar?

2. Gorgias. de Platón, 48 le a 484d.
3. What does it all mean?, de T. Nagel, Oxford University Press, Oxford.

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