jueves, 11 de enero de 2007

Yo adentro, Yo afuera

Muy bien, razonemos cuanto queramos pero... ¿podemos estar realmente seguros de algo? Los escépticos de pura cepa vuelven a la carga sin darse por vencidos (después de todo, lo característico del buen escéptico es que nunca se da por venci­do... ¡ni mucho menos por convencido!). En el capítulo ante­rior hemos intentado explicar cómo llegamos a sustentar ra­cionalmente ciertas creencias, pero el escéptico radical —qui­zá escondido dentro de nosotros mismos— sigue gruñendo sus objeciones. Bueno, nos dice, de acuerdo, ustedes se conforman con saber por qué creen lo que creen; pero ¿pueden explicar­me por qué no creen lo que no creen? ¿Y si fuésemos sólo ce­rebros flotando en un frasco de algún fluido nutritivo, a los que despiadados sabios marcianos someten a un experimento virtual? ¿Y si los extraterrestres nos estuvieran haciendo perci­bir un mundo que no existe, un mundo inventado por ellos para engañamos con falsas concatenaciones causales, con fal­sos paisajes y falsas leyes aparentemente científicas? ¿Y si nos hubieran creado en su laboratorio hace cinco minutos, con los fingidos recuerdos de una vida anterior inexistente (como a los replicantes de la película Blade Runner)? Por muy fantástica que sea esta hipótesis, es al menos posible imaginarla y, si fue­ra cierta, explicaría también todo lo que creemos ver, oír, pal­par o recordar. ¿Podemos estar seguros entonces de algo. si ni siquiera somos capaces de descartar la falsificación universal?

Rene Descartes, el gran pensador del siglo XVII, es consi­derado plausiblemente como el fundador de la filosofía mo­derna precisamente por haber sido el primero en plantearse una duda de tamaño semejante y también por su forma de su­perarla. Desde luego, Descartes no mencionó a los extraterrestres (mucho menos populares en su siglo que en el nues­tro) ni habló de cerebros conservados artificialmente en fras­cos. En cambio planteó la hipótesis de que todo lo que consi­deramos real pudiera ser simplemente un sueño —el filósofo francés fue más o menos coetáneo del dramaturgo español Calderón de la Barca, autor de La vida es sueño— y que las cosas que creemos percibir y los sucesos que parecen ocurrirnos fueran sólo incidentes de ese sueño. Un sueño total, ina­cabable, en el que soñamos dormirnos y también a veces des­pertar (¿acaso no nos ha ocurrido a veces en sueños creer que despertamos y nos reímos de nuestro sueño anterior?), lleno de personas soñadas y paisajes soñados, un sueño en el que somos reyes o mendigos, un sueño extraordinariamente vivi­do... pero sueño al fin y al cabo, sólo un sueño. No contento con esta suposición alarmante, Descartes propuso otra mu­cho más siniestra: quizá somos víctimas de un genio maligno, una entidad poderosa como un dios y mala como un demonio dedicada a engañamos constantemente, haciéndonos ver, to­car y oler lo que no existe sin otro propósito que disfrutar de nuestras permanentes equivocaciones. Según la primera hipó­tesis, la del sueño permanente, nos engañamos solitos; según la segunda, la del genio malvado, alguien poderoso (¡alguien parecido a un extraterrestre, aunque como la misma tierra se­ría un engaño no podemos llamarle así!) nos engaña a propó­sito: en ambos casos tendríamos que equivocarnos sin reme­dio y tomar constantemente lo falso por verdadero.

Para una persona corriente, estas dudas gigantescas re­sultan bastante raras: ¿no estaría un poco loco Descartes? ¿Cómo vamos a estar soñando siempre, si la noción de sueño no tiene sentido más que por contraste con los momentos en que estamos despiertos? Y además sólo soñamos con cosas, personas o situaciones conocidas durante los períodos de vi­gilia: soñamos con la realidad porque de vez en cuando tene­mos contacto con realidades no soñadas. Si siempre estuvié­ramos soñando, sería igual que no soñar nunca. Además, ¿de dónde saca Descartes su genio maligno? Si existe tal dios o demonio dedicado constantemente a urdir una realidad cohe­rente para nosotros ¿por qué no le llamamos «realidad» y acabamos de una vez? ¿Cómo va a engañarnos si nada nunca es verdad? Si siempre nos engaña, ¿en qué se diferencia su engaño de la verdad? ¿Y qué más da conocer un mundo real en el que hay muchas cosas o conocer muchas cosas fabrica­das por un demonio juguetón pero real?

Desde luego. Descartes no estaba loco ni desvariaba arras­trado por una imaginación desbordante. Como todo buen fi­lósofo, se dedicaba nada más (¡ni nada menos!) que a formu­larse preguntas en apariencia muy chocantes pero destinadas a explorar lo que consideramos más evidente, para ver si es tan evidente como creemos... al modo de quien da varios ti­rones a la cuerda que debe sostenerle, para saber si está bien segura antes de ponerse a trepar confiadamente por ella. Pue­de que la cuerda parezca amarrada como es debido a algo só­lido, puede que todo el mundo nos diga que podemos confiar en ella pero... es nuestra vida la que está en juego y el filóso­fo quiere asegurarse lo más posible antes de iniciar su escala­da. No, ese filósofo no es un loco ni un extravagante (¡por lo menos no suele serlo en la mayoría de los casos!): sólo resul­ta algo más desconfiado que los demás. Pretende saber por sí mismo y comprobar por sí mismo lo que sabe. Por eso Des­cartes llamó «metódica» u su forma de dudar: trataba de en­contrar un método (palabra que en griego significa «camino») para avanzar en el conocimiento fiable de la realidad. Su es­cepticismo quería ser el comienzo de una investigación, no el rechazo de cualquier forma de investigar o conocer.

Bien, supongamos que todo cuanto creo saber no es más que un sueño o la ficción producida para engañarme por un genio maligno. ¿No me quedaría en tal caso alguna certeza donde hacer pie, a pesar de mis inacabables equivocaciones? ¿No habrá algo tan seguro que ni el sueño ni el genio puedan convertirlo en falso? Puede que no haya árboles, mares ni es­trellas, puede que no haya otros seres humanos semejantes a mí en el mundo, puede que yo no tenga el cuerpo ni la apa­riencia física que creo tener... pero al menos sé con toda cer­teza una cosa: existo. Tanto si me equivoco como si acierto, al menos estoy seguro de que existo. Si dudo, si sueño, debo existir indudablemente para poder soñar y dudar. Puedo ser alguien muy engañado pero también para que me engañen necesito ser. «De modo que después de haberlo pensado bien —dice Descartes en la segunda de sus Meditaciones— y de ha­ber examinado todas las cosas cuidadosamente, al final debo concluir y tener por constante esta proposición: yo soy, yo existo es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronun­cio o la concibo en mi espíritu.» Cogito, ergo sum: pienso, lue­go existo. Y cuando dice «pienso» Descartes no sólo se refie­re a la facultad de razonar, sino también a dudar, equivocar­se, soñar, percibir... a cuanto mentalmente ocurre o se me ocurre. Todo pueden ser ilusiones mías salvo que existo con ilusiones o sin ellas. Si digo «veo un árbol frente a mí» puedo estar soñando o ser engañado por un extraterrestre burlón; pero si afirmo «creo ver un árbol frente a mí y por tanto exis­to» tengo que estar en lo cierto, no hay dios que pueda enga­ñarme ni sueño que valga. Ahí la cuerda está bien amarrada y puedo comenzar a trepar.

¿Quién o qué es ese «yo» de cuya existencia ya no cabe dudar? Para Descartes, se trata de una res cogitans, una cosa que piensa (entendiendo «pensar» en el amplio sentido antes mencionado). Quizá traducir la palabra latina res por «cosa» no sea muy adecuado y resultase mejor traducirla por «algo» o incluso por «asunto», en el sentido genérico que tiene tam­bién en res publica (el asunto o asuntos públicos, el Estado): el yo es un algo que piensa, un asunto mental. Sea como fue­re, por aquí le han venido después a Descartes las más serias objeciones a su planteamiento. ¿Por qué esa «cosa que pien­sa» y que por tanto existe soy yo, un sujeto personal? ¿No po­dríamos decir simplemente «se piensa» o «se existe» de modo impersonal, como cuando afirmamos «llueve» o «es de día»? ¿Por qué lo que piensa y existe debe ser una cosa, un algo subsistente v estable, en lugar de ser una serie de impresiones momentáneas que se suceden? Existen pensamientos, existe el existir, pero... ¿por qué llama Descartes «yo» al supuesto sujeto que sostiene esos pensamientos y esa existencia? Veo árboles, noto sensaciones, razono y calculo, deseo, siento miedo... pero nunca percibo una cosa a la que pueda llamar «yo».

Cien años después de Descartes, el escocés David Hume apunta en su Tratado de la naturaleza humana: «Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo "yo mis­mo", siempre tropiezo con una u otra percepción particular, de frío o de calor, de luz o de sombra, de dolor o de placer. Nunca puedo captar un "yo mismo" sin encontrar siempre una percepción, y nunca puedo observar nada más que la percepción.» Según Hume, aquí también existe un espejismo, a pesar de los esfuerzos de Descartes por evitar el engaño. Lo mismo que creo «ver» un bastón roto al introducirlo en el agua —a causa de la refracción de la luz—, también creo «sentir» una sustancia ininterrumpida y estable a la que lla­mo «yo» tras la serie sucesiva de impresiones diversas que percibo: como siempre noto algo, creo que hay un algo que está siempre notando y sintiendo. Pero a ese mismo sujeto personal que Descartes parece dar por descartado —perdón por el chiste horrible— no lo percibo nunca y por tanto no es más que otra ilusión.

O puede que no sea una ilusión, sino una exigencia del lenguaje que manejamos. Quizá la palabra «yo» no sea el nombre de una cosa, pensante o no pensante, sino una espe­cie de localizador verbal, como los términos «aquí» o «ahora». ¿Acaso creemos que hay un sitio, fijo y estable, llamado «aquí»? ¿O un momento especial, identificable entre todos los demás de una vez por todas, llamado «ahora»? Decir «yo pienso, yo percibo, yo existo» es como asegurar «se piensa, se percibe, se existe aquí y ahora». Según Kant, la fórmula «yo pienso» puede acompañar a todas mis representaciones men­tales pero lo mismo podría decirse de «aquí» y «ahora». No me puedo expresar de otro modo y sin duda algo estoy ex­presando al hablar así, pero es abusivo suponer que esas pa­labras descubren una cosa o una persona fija, estable y dura­dera. En este caso, como en tantos otros, quizá filosofar con­sista en intentar aclarar los embrollos producidos por el len­guaje que manejamos. Uno de ellos es suponer que a cada pa­labra debe corresponderle en el mundo «algo» sustantivo y tangible, cuando muchas palabras no designan más que posi­ciones, relaciones o principios abstractos. Otro desvarío lin­güístico consiste en considerar todos los verbos como nom­bres de acciones y buscar por tanto en cualquier caso el suje­to que las realiza. Si digo por ejemplo «yo existo», el verbo existir funciona en mi imaginación como si señalase algún tipo de acción, igual que cuando digo «yo paseo» o «yo como». Pero ¿y si «existir» no fuera en absoluto nada pareci­do a una acción ni por tanto necesitase un sujeto concreto para llevarla a cabo? ¿Y si «existir» funcionase más bien como «es de día» o «llueve», es decir como algo que pasa pero que nadie hace?

Probablemente, al plantear como irrefutable la existencia de su yo (que es también el nuestro, no le creamos egoísta), Descartes estaba pensando en su alma. Desde luego el alma es una noción cargada de referencias religiosas —cristianas, claro está, pero también anteriores al cristianismo— muy res­petables e interesantes, aunque ni mucho menos tan induda­bles como exigía el filósofo francés cuando buscaba la certe­za definitiva por medio de su procedimiento dubitativo. Aun­que Descartes trata de ponerlo todo en duda, parece admitir de rondón y sin mayor crítica la noción de «alma» o «yo» per­sonal, sobre cuya certeza tanto cabe dudar siguiendo su propio método. Los escépticos más aguerridos dirán que Descar­tes no fue verdaderamente uno de ellos, sino sólo un falso escéptico demasiado interesado en salir de dudas cuanto an­tes... Según Descartes, el alma es una realidad separada y to­talmente distinta del cuerpo, al que controla desde una cabi­na de mando situada en la glándula pineal (un adminículo de nuestro sistema cerebral al que en su época aún no se le había descubierto ninguna función fisiológica concreta). Los neurólogos y psiquiatras actuales sonríen ante este punto de vista pero tampoco sus explicaciones sobre la relación entre nuestras funciones mentales y nuestros órganos físicos son siempre claras ni del todo convincentes. La gente corriente, ustedes o yo (ustedes, cada uno de los cuales también dice «yo»), ¿acaso hemos renunciado verdaderamente a creer que somos «almas» en un sentido bastante parecido al de Des­cartes?

Volvamos otra vez a la cuestión del «yo». ¿Podemos des­pacharlo como un mero error del lenguaje? Cada uno esta­mos convencidos de que de algún modo poseemos una cierta identidad, algo que permanece y dura a través del torbellino de nuestras sensaciones, deseos y pensamientos. Yo estoy convencido de ser yo, en primer lugar para mí pero también para los demás. Yo soy yo porque me mantengo a través del tiempo y porque me distingo de los otros. Creo ser el mismo que fui ayer, incluso el mismo que era hace cuarenta años; aún más, creo que seguiré siendo yo mientras viva y si me preocupa la muerte es precisamente porque significará el fi­nal de mi yo. Pero ¿cómo puedo estar tan seguro de que sigo siendo el mismo que aquel niño de cinco o diez años, inmen­samente diferente a mi yo actual en lo físico y lo espiritual? ¿Acaso es la memoria lo que explica tal continuidad? Pero la verdad es que he olvidado la mayoría de las sensaciones e in­cidentes de mi vida pasada. Supongamos que alguien me en­seña una foto mía de hace décadas, tomada en una fiesta in­fantil de la que no recuerdo absolutamente nada. La veo y digo complacido «sí, soy yo», a pesar de mi radical olvido: aunque no recuerdo nada, estoy seguro de que entonces me sentía tan yo como ahora mismo y que esa sensación nunca se ha interrumpido. También creo haber seguido siendo siem­pre yo por las noches mientras duermo, pese a recordar rara vez lo que sueño —y nunca por mucho tiempo— o incluso durante la completa inconsciencia producida por la aneste­sia. Aun suponiendo que un accidente me dejase completa­mente amnésico, incapaz de recordar nada de mi vida pasa­da, ni siquiera lo que me ocurrió ayer, probablemente seguiré pensando —¿con algunas dudas, quizá?— que siempre fui el mismo «yo» que ahora soy... aunque ya no me acuerde.

El psiquiatra Oliver Sacks, en su libro El hombre que con­fundió a su mujer con un sombrero, cuenta el caso de uno de sus pacientes —un tal Mr Thomson— cuya memoria había sido destruida por el síndrome de Korsakov y que se dedica­ba a inventarse constante y frenéticamente nuevos pasados. Era su forma de poder seguir considerándose «el mismo» a través del tiempo, como le pasa a usted y como me pasa a mí. «El mismo» quiere decir que, aunque evidentemente cambia­mos de un año a otro, de un día para otro, algo sigue perma­neciendo estable bajo los cambios (para que una cosa cambie es necesario que en cierto aspecto siga siendo la misma: si no, en vez de cambiar se destruye y es sustituida por otra). Pero ¿cuántos cambios puede sufrir una cosa para que siga­mos diciendo que es la misma que era, aunque transforma­da? Si a un cuchillo se le rompe la hoja y la cambio por otra, sigue siendo el mismo; si le cambio el mango por otro, tam­bién será el mismo; pero si le he cambiado la hoja y el man­go, ¿continuará siendo el mismo, aunque yo siga llamándole «mi» cuchillo? ¿Y respecto al futuro? ¿Cómo puedo estar tan convencido de que seguiré siendo también «yo» mañana y el año que viene, si aún vivo, a pesar de cuantas transformacio­nes me ocurran, aunque el mal de Alzheimer destruya mis re­cuerdos y me haga olvidar hasta mi nombre o el de mis hijos? ¿Y por qué estoy tan preocupado por ese yo futuro que se me ha de parecer tan poco?


En defensa del «yo» cartesiano, sin embargo, también pueden objetársele ciertas cosas a quienes piensan como Hume. Dice el filósofo escocés que cuando entra en su fuero interno para buscar su yo (¿para buscarse?) sólo encuentra percepciones y sensaciones de diverso tipo: tropieza con con­tenidos de conciencia, nunca con la conciencia misma. Pero ¿quién o qué realiza esa interesante comprobación? Sin duda ni la percepción ni la sensación son lo mismo que comprobar que uno tiene una sensación o una percepción. Una cosa es notar el frío, por ejemplo, y otra darse cuenta de que uno está sintiendo frío,10 es decir, clasificar esa desagradable sensa­ción, imaginar sus posibles efectos negativos, buscarle rápido remedio. Hay en mí una sensación de frío y también algo que se da cuenta de que estoy sintiendo eso (no otra cosa) y lo re­laciona con todo lo que recuerdo, deseo o temo, o sea con mi vida en su conjunto. .Lo que siento o percibo en este momen­to preciso no vaga desligado de toda referencia al complejo formado por mis otros recuerdos y expectativas sino que in­mediatamente se aloja más o menos estructuradamente entre ellas. En eso me parece que consiste el que yo pueda llamar mías a mis sensaciones y percepciones: en la especial adhe­sión que tengo por ellas y también en la necesidad de tomar­las en cuenta vinculándolas con otras no menos mías. Si noto un dolor de muelas, por ejemplo, no podré desentenderme de él o ignorar sus implicaciones diciendo: «Vaya, parece que hay un dolor de muelas por aquí. ¡Espero que no sea mío» De un modo u otro, no sólo lo notaré sino que deberé tomar­lo en cuenta. Y ese tomarlo en cuenta no es en la mayoría de los casos una mera reacción refleja sino más bien una refle­xión por la que me apropio de lo que me ocurre y lo conecto con el resto de mis experiencias. En una palabra, no sólo ten­go conciencia —como cualquier otro animal— sino también autoconciencia, conciencia de mi conciencia, la capacidad de objetivar aquello de lo que soy consciente y situarlo en una serie con cuya continuidad me veo especialmente comprome­tido. No sólo siento y percibo, sino que puedo preguntarme qué siento y percibo, así como indagar lo que significa para. mí cuanto siento y percibo.

Quizá la primera vez que en nuestra tradición occidental aparece testimonio literario de esta reflexión la encontramos cuando, al final de la Odisea, el largo tiempo errante Ulises llega por fin a su palacio de Ítaca. Al ver a su mujer acosada por los impúdicos pretendientes, que se están comiendo y be­biendo su hacienda, Ulises se inflama de cólera vengativa. Pero no se abalanza imprudentemente sobre ellos sino que se contiene diciéndose: «¡Paciencia, corazón mío!» Esta breve recomendación que el héroe se hace a sí mismo, a la vez constatando y calmando el ardor de su ira, es quizá el co­mienzo de toda nuestra psicología, la primera muestra cultu­ralmente testimoniada de autoconciencia, según ha señalado muy bien Jacqueline de Romilly en un precioso libro que lle­va precisamente por título las citadas palabras de Ulises.

¿No será algo semejante a lo que Descartes se refiere cuando habla de un yo como res cogitans, es decir como una cosa pensante o conjunto de asuntos pensados, que puedo en­globar en la fórmula «yo soy, yo pienso»? ¿Y a lo que se re­fiere, quizá con abuso, llamándolo «alma», aunque ese alma bien puede tener muchos más agujeros y sobresaltos de los que su visión sustancialista supone?

En cualquier caso, mi «yo» no sólo está formado por ese fuero interno o mental del que venimos hablando. Esa di­mensión interior o íntima también viene acompañada por una exteriorización del yo en el mundo de lo percibido, fuera del ámbito de lo que percibe: mi cuerpo. Del mismo modo que considero mía mi conciencia aunque en ella haya lagunas de olvido o interrupciones inconscientes, también tengo a mi cuerpo por mío aunque sufra transformaciones, pierda el pelo, las uñas o losadientes, incluso aunque se le amputen ór­ganos y miembros. Mi cuerpecillo infantil y mi cuerpo adul­to, crecido o envejecido, siguen teniendo para mí una conti­nuidad irrefutable no siempre fácil de explicar pero de la que no dudo salvo como experimento teórico... de esos que suele hacer la filosofía. Ahora bien, ¿qué es mi cuerpo?

Supongamos que uno de esos extraterrestres de los que ya hemos hablado antes (aunque a éste no le sospecharemos malas intenciones, sólo curiosidad) viene a nuestro mundo y empieza a estudiamos a usted o a mí. Tiene delante un ser vivo, quizá incluso lo considere inteligente (¡seamos optimis­tas!) pero una de las primeras preguntas que se hará es; ¿dón­de empieza y dónde acaba este bicho? La pregunta no es ab­surda: hay mucha gente que al ver un cangrejo ermitaño den­tro de su concha no sabe si ésta forma parte o no del cangre­jo, ni tampoco es fácil determinar si el capullo de la crisálida debe ser considerado también crisálida como el resto del ani­mal que la ha segregado. De igual modo, el extraterrestre puede creer que yo soy también mi casa y que acabo en la puerta de la calle, o que al menos mi sillón favorito y mi bata forman parte de mí, o que el puro que estoy fumando es uno de mis apéndices y el humo constituye mi maloliente aliento. A usted, que tiene coche y se pasa el día dentro de él, seguro que el marciano lo clasificaría entre los terrícolas de cuatro ruedas. Pero si el forastero interplanetario llega a comunicar­se con nosotros le explicaremos que se equivoca, que nues­tras fronteras las establece nuestro tejido celular y que —por mucho que amemos nuestras posesiones y nuestro aloja­miento urbano— nuestro yo viviente sólo llega hasta donde abarca nuestra piel. Es decir, nuestro cuerpo. A lo que el mar­ciano podría respondemos: «Bueno, y eso ¿cómo han llegado a saberlo?»

Responderle adecuadamente no es tan obvio como pare­ce. No podríamos explicarle que cuando menciono al cuerpo me refiero a aquello que siempre va conmigo, a diferencia de otras posesiones, porque mi pelo, mis uñas, mis dientes, mi saliva, mi orina, mi apéndice, etc., son partes de mi cuerpo muy mías pero sólo transitoriamente. Antes o después dejan de ser yo sin que yo deje de ser yo, tal como la serpiente se deshace en primavera de esa bata vieja que es su piel usada. Ni siquiera podríamos asegurarle al curioso interplanetario que el cuerpo es lodo aquello de lo que no podemos prescin­dir y seguir vivos, puesto que a veces deben cambiarme mi corazón por otro para no morir y ciertos enfermos dependen de los aparatos de diálisis que sustituyen a sus riñones, por no hablar del aire o el alimento que me son tan corporal­mente imprescindibles como los pulmones o el estómago y que sin embargo no forman parte de mi yo.

Si la estudiada por el extraterrestre fuese una mujer em­barazada el problema se complicaría aún más porque no es fácil zanjar si el feto es simplemente una parte de su cuerpo o algo distinto. ¡Cuántas complicaciones! El muy perspicaz Lichtenberg, a finales del siglo XVIII, dijo en uno de sus afo­rismos que «mi cuerpo es la parte del mundo que mis pensa­mientos pueden cambiar». Una idea ingeniosa, porque para operar la mayoría de las modificaciones de la realidad —trasladar un sillón, hacer arrancar un coche, cambiarme de ropa— necesito operar a través de mi cuerpo, mientras que me basta desearlo o pensarlo para levantar el brazo o abrir la boca. Y sin embargo, no parece ser mi pensamiento el que me hace respirar o digerir, ni puede mi voluntad devolverme el pelo o los dientes perdidos... ¡por no hablar de cambiar mi color de piel o mi sexo! Las metamorfosis de Michael Jackson o de los transexuales necesitan intervenciones externas para poder llevarse a cabo. Francamente, satisfacer la curiosidad del extraterrestre puede ponernos en una situación compro­metida...

Y sin embargo, mi convicción profunda es que yo empie­zo y acabo en mi cuerpo, sean cuales fueren los embrollos teóricos que tal seguridad me traiga. Quizá viendo mi nerviosismo, el amable marciano me conceda este punto para no azorarme más; aunque entonces podría plantearme la pre­gunta del millón: «De acuerdo, usted empieza y acaba en su cuerpo, pero... ¿debo asumir que Tiene usted un cuerpo o que es usted un cuerpo?» ¡Semejante interrogación podría ser causa justificada para una guerra interplanetaria! Probable­mente Descartes, que suponía que el alma es un espíritu y el cuerpo una especie de máquina (según él, los animales —que no tienen alma— son meras máquinas... ¡que ni siquiera pue­den experimentar dolor o placer!), respondería al extraterrestre que yo —el espíritu— tengo un cuerpo y me las arreglo con él lo mejor que puedo. Según cierta visión popular, esta­mos dentro de nuestro cuerpo al modo de fantasmas encerra­dos en una especie de robots a los que debemos dirigir y mo­ver. Incluso hay místicos que piensan que el cuerpo es casi tan malo como una cárcel y que sin él nos moveríamos con mucha mayor ligereza. En la antigua Grecia, los órfícos —se­guidores de una antiquísima religión mitológica— hacían un tenebroso juego de palabras: soma (el cuerpo) = sema (el se­pulcro). ¡El alma está encerrada en un zombi, en un cadáver viviente! De modo que la muerte definitiva del cuerpo, que deja volar libremente el alma (la palabra griega para alma, psijé, significa también «mariposa»), es una auténtica libera­ción. Quizá fuera a esto a lo que se refirió Sócrates en mis úl­timas palabras, según nos las refiere Platón en Fedmi, cuando al notar que el efecto de la cicuta le llegaba va a! corazón dijo a sus discípulos: «Debemos un gallo a Esculapio.» Había cos­tumbre de ofrecer algún animal como sacrificio de gratitud a Esculapio, dios de la medicina, al curarse de cualquier enfer­medad: ¿le pareció quizá a Sócrates que el veneno asesino es­taba a punto de librarle de esa enfermedad del alma que con­siste en padecer un cuerpo? La verdad es que con un tipo tan irónico nunca se sabe...

Pero ¿creemos en realidad estar subidos en nuestro cuer­po y al volante, como quien pilota un vehículo? Si es así, ¿dónde nos ubicamos, en qué parte del cuerpo? Descartes habla de la glándula pineal, pero la mayoría de la gente no sabe dónde está ese cachivache. Cuando decimos «yo» solemos se­ñalarnos en el pecho, más o menos a la altura del corazón. Si reflexionamos un poco más, quizá lleguemos a la conclusión de que estamos en nuestra cabeza, en un punto situado en el cruce de la línea que puede trazarse entre los dos ojos y la que va desde una oreja hasta la otra. Por eso mi amigo el es­critor Rafael Sánchez Ferlosio —que puede ser a veces tan irónico como Sócrates— me comentó un día acerca de lo in­soportable de los dolores de muelas, otitis, jaquecas, etc.: «Son muy malos ¡Los tenemos tan cerca!» Pero no conozco a nadie que esté convencido de habitar en el dedo gordo de su pie izquierdo, por ejemplo. Por lo común, quienes creen tener un cuerpo y estar dentro de él se refieren a un «dentro» que no es el interior del saco corporal, lleno de órganos, venas y músculos, sino a una interioridad diferente, que está en todas partes del cuerpo y en ninguna, de la que sólo el cerebro po­dría aspirar a ser la sede privilegiada. Además, si no soy mi cuerpo, ¿de dónde he venido para llegar finalmente a parar dentro de él?

En cambio hay quien cree que no tenemos sino que somos nuestro cuerpo. Aristóteles pensaba que el alma es la forma del cuerpo, entendiendo por «forma» no la figura externa sino el principio vital que nos hace existir. Y la neurobiología actual piensa casi unánimemente que los fenómenos menta­les de nuestra conciencia están producidos por nuestro siste­ma nervioso, cuyo centro operativo es el cerebro. De modo que cuando hablamos del «alma» o del «espíritu» nos esta­mos refiriendo a uno de los efectos del funcionamiento cor­poral, lo mismo que cuando hablamos de la luz que esparce una bombilla nos referimos a un efecto producido por la bombilla y que cesa cuando ésta se apaga... o se funde. Re­sultaría ingenuo creer que la luz está dentro de la bombilla como algo distinto y separado de ésta, y aún más preguntar­nos adonde se va la luz cuando la bombilla se apaga. Pero también parece evidente que la luz de la bombilla aporta algo a la bombilla misma y tiene propiedades distintas a ella: no hay luz sin bombilla, pero la luz no es lo mismo que el cristal de la bombilla, ni su filamento eléctrico, ni el cordón que la une con el enchufe de la corriente general, etc. Sería injusto, por lo menos, decir que la luz no es más que la bombilla o la central eléctrica que la alimenta. Del mismo modo, aunque el pensamiento es producido por el cerebro tampoco es sin más idéntico al cerebro. A esta actitud de asegurar que algo —la luz, la mente...— «no es más que» la bombilla o el cerebro suele llamársele reduccionismo. Algunos reduccionistas esta­rían de acuerdo en aceptar que la mente (luz) es un estado del cerebro (bombilla), esto es, lo primero es un «modo» en que está lo segundo. Con todo parecen simplificar demasiado una realidad más compleja.

En una novela del escritor inglés Aldous Huxiey podemos leer este párrafo: «El aire en vibración había sacudido la membrana tympani de lord Edward; la cadena de huesecillos —martillo, yunque y estribo— se puso en movimiento de modo que agitara la membrana de la ventana ovalada y le­vantara una tempestad infinitesimal en el fluido del laberin­to. Los extremos filamentosos del nervio auditivo temblaron como algas en un mar picado; un gran número de milagros oscuros se efectuaron en el cerebro y lord Edward murmuró extáticamente: ¡Bach!»" Sin duda lord Edward percibió la música gracias a los mecanismos de su oído y a las termina­ciones nerviosas de su cerebro; si hubiera sido sordo o le hu­bieran extirpado determinadas zonas de la corteza cerebral, en vano se habría esforzado la orquesta por agradarle. Pero el goce mismo de la música que estaba oyendo, su capacidad de apreciarla y de identificar a su autor, el significado vital que todo ello encerraba para el oyente no puede reducirse al sim­ple mecanismo auditivo y cerebral. No se hubiera dado sin él, no existiría sin él, pero no se reduce meramente a él. Tal como la luz producida por la bombilla no es lo mismo que la bombilla, el disfrute musical de Bach no es lo mismo que el sistema corporal que capta los sonidos aunque no se daría sin tal base material. A veces lo producido tiene cualidades dis­tintas que emergen a partir de aquello que lo produce. Por eso Lucrecio, el gran materialista de la antigüedad romana aun estando convencido de que somos un conjunto de átomos configurados de tal o cual manera, señala que los átomos no pueden reírse o pensar, mientras que nosotros sí. Somos un conjunto firmado por átomos materiales, pero ese conjunto tiene propiedades de las que los átomos mismos carecen. Somos nuestro cuerpo, no podemos reír ni pensar sin él, pero la risa y el pensamiento tienen dimensiones añadidas —¿espiri­tuales?— que no lograremos entender por completo sin ir más allá de las explicaciones meramente fisiológicas que dan cuenta de su imprescindible fundamento material.

Yo adentro, yo afuera. Soy un cuerpo en un mundo de cuerpos, un objeto entre objetos, y me desplazo, choco o me froto con ellos; pero también sufro, so/o, sueño, imagino, calculo y conozco una aventura íntima que siempre tiene que ver con el mundo exterior pero que no figura en el catálogo de la exterioridad. Porque si alguien pudiera anotar en un li­bro (o mejor, en un CD-Rom) todas las cosas que tienen bul­to y ocupan sitio en la realidad, hasta el último de mis áto­mos figuraría en la lista, junto al Amazonas, los grandes ti­burones blancos y la estrella Polar... pero no lo que he soña­do esta noche o lo que estoy pensando ahora. De modo que hay dos formas de leer mi vida y lo que yo soy: por un lado —el lado de afuera— se me puede juzgar por mi funciona­miento, valorando si lodos mis órganos marchan como es de­bido (tal como miramos el piloto luminoso de un electrodo­méstico para saber si está apagado o encendido), determi­nando cuáles son mis capacidades físicas o mi competencia profesional, si me porto como manda la ley o cometo fecho­rías, etc.; por otro lado —el de adentro— resulto ser un expe­rimento del que sólo yo mismo, en mi interioridad, puedo opinar sopesando lo que obtengo y lo que pierdo, comparando lo que deseo con lo que rechazo, etc. Y desde luego mi funcionamiento influye decisivamente en mi experimento, así como a la inversa.

En cuanto al viejo debate entre las relaciones de mi alma - pero ¿de dónde puede brotar el alma más que del cuer­po?— con mi cuerpo — ¿acaso puedo llamar mío a un cuerpo sin alma?— quizá deba desviarme un momento de los filóso­fos y acudir a los poetas:

El alma vuelve al cuerpo

se dirige a los ojos

y choca. —¡Luz! Me invade

todo mi ser. ¡Asombro!

jorge guillen, «Más allá», en Cántico

Así me encuentro, invadido y poseído por todo mi ser que es tanto la mirada interior del alma como la luz del mundo, inseparables, indudables. ¿Será ésta la certeza que buscó el maestro Descartes?

Después de intentar explorar mi yo, lo que soy, me asalta otra duda: ¿hay alguien ahí fuera?, ¿estoy solo?, ¿existe algún otro «yo» aparte del mío? Desde luego, constato que me ro­dean seres aparentemente semejantes a mí pero de los cuales sólo conozco sus manifestaciones exteriores, gestos, exclama­ciones, etc. ¿Cómo puedo saber si también gozan y padecen realmente una interioridad como la mía, si también para ellos existen dolores, placeres, sueños, pensamientos y signi­ficados? La pregunta parece arbitraria, demente incluso —¡ya hemos visto que muchas preguntas filosóficas suenan así de raras en primera instancia!—, pero no es nada fácil de con­testar. Al que llega a la conclusión de que en el mundo no hay más «yo» que el suyo —pues de todos los demás sólo conoce comportamientos y apariencias que no certifican el respaldo de una visión interior como la suya propia— se le llama en la historia de la filosofía «solipsista». Y ha habido muchos, no se crean, porque no resulta sencillo refutar esta extravagante convicción. Después de todo, ¿cómo llegar a saber que los de­más tienen también una mente como la mía, si por definición mi mente es aquello a lo que sólo yo tengo acceso directo? El asunto es tan grave que uno de los mayores filósofos de nues­tro siglo, el inglés Bertrand Russell, cuenta que en cierta oca­sión recibió la carta de un solipsista explicándole su posición teórica y extrañándose de que, siendo tan irrefutable, no hu­biera más solipsistas en el mundo...

A mi juicio, el más sólido argumento antisolipsista lo brindó otro gran pensador contemporáneo —que fue además amigo y discípulo de Russell—, el austríaco Ludvvie Wifgenstein. Según VVittgenstein, no puede haber un lenguaje privado: todo idioma humano, para serlo, necesita poder ser comprendido por otros y tiene como objeto compartir el mundo de los significados con ellos. En mi interior, desde que comienzo a reflexionar sobre mí mismo, encuentro un lenguaje sin el que no sabría pensar, ni soñar siquiera: un len­guaje que yo no he inventado, un lenguaje que como todos los lenguajes tiene que ser forzosamente público, es decir que comparto con otros seres capaces como yo de entender signi­ficados y manejar palabras. Términos como «yo», «existir», «pensar», «genio maligno», etc., no son productos espontá­neos de un ser aislado sino creaciones simbólicas que tienen su posición en la historia y la geografía humanas: diez siglos antes o en una latitud distinta nadie se hubiera hecho las pre­guntas de Descaí tes. Por medio del lenguaje que da forma a mi interioridad puedo postular —debo postular— la existen­cia de otras interioridades entre las que se establece el víncu­lo revelador de la palabra. Soy un «yo» porque puedo llamar­me así frente a un «tú» en una lengua que permite después al «tú» hablar desde el lugar del «yo». Establecer el ámbito de las significaciones lingüísticas compartidas es marcar las fronteras de lo humano: ¿no será precisamente ahí, en lo humano, en lo que comparto con otros semejantes capaces de hablar y por tanto pensar donde podré encontrar una res­puesta mejor a la cuestión sobre qué o quién soy yo?

10. Ciertamente hay un sentido de «darse cuenta» que es equivalente a «no­tar» —es quizá el más común, también en la filosofía— pero aquí quiero decir hacer explícitas las conexiones de una experiencia con otras anteriores.

11. Contrapunto, de A. Huxiey, Planeta, Barcelona.

Da que pensar...

¿Puedo estar seguro realmente de alguno de mis conoci­mientos?

¿Es imaginable que me encuentre perpetuamente so­ñando o que sea engañado por alguna entidad poderosa y mal­vada?

¿Por qué Descartes planteó estas hipótesis y las conside­ró parte de una duda metódica?

¿Era el mayor de los escépticos o el primero de los investigadores modernos, en busca de la cer­tera racional?

¿Es indudable que «yo» existo o sólo es induda­ble la existencia de «algo», que podría ser impersonal y frag­mentario?

¿Qué era el «yo» para Descartes?

¿Qué entendía por res cogitans?

¿Es el «yo» una sustancia estable y personal o podría resultar tan sólo un efecto localizador del lenguaje?

Cuando practico la introspección, ¿encuentro alguna vez, un «yo» como cree Descartes o sólo percepciones como asegura Hume?

¿Es lo mismo ser consciente que ser autoconsciente?

¿Es mi cuerpo pura mente que percibe o tiene también una pro­longación en el mundo de los objetos percibidos?

Visto desde fuera ¿cuáles son los límites de mi «yo»?

¿Por qué llamo «mío» al cuerpo?

¿Soy mi cuerpo o tengo un cuerpo?

Si el alma tiene un cuerpo pero no es el cuerpo, ¿qué lugar ocupa en él?

¿Des­de dónde ha llegado a él?

Si el alma o la mente es el cerebro ¿podemos decir que no sea más que el cerebro?

Aunque no haya conciencia sin cerebro, ¿tiene el cerebro las mismas pro­piedades que la conciencia?

¿Cómo puedo establecer si hay otras mentes en el mundo semejantes a la mía?

¿Qué es el solipsismo?

¿Podríamos ser todos solipsistas?

¿He inventado yo el lenguaje que encuentro en mí?

¿Podría haber un lenguaje para mi exclusivo uso personal, sin referencia a otras mentes semejantes a la mía?

Las Verdades de la Razón

La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de saber cosas sobre la vida. Quiero dar respuesta a mil preguntas sobre mí mismo, sobre los demás, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros seres vivos o inanimados, sobre cómo vivir mejor: me pregunto qué significa todo este lío en que me veo metido —un lío necesariamente mortal— y cómo me las puedo arreglar en él. Todas esas interrogaciones me asaltan una y otra vez; procuro sacudírmelas de encima, reír­me de ellas, aturdirme para no pensar, pero vuelven con in­sistencia tras breves momentos de tregua. ¡Y menos mal que vuelven! Porque si no volviesen sería señal de que la noticia de mi muerte no ha servido más que para asustarme, de que ya estoy muerto en cierto sentido, de que no soy capaz más que de esconder la cabeza bajo las sábanas en lugar de utili­zarla. Querer saber, querer pensar: eso equivale a querer estar verdaderamente vivo. Vivo frente a la muerte, no atontado y anestesiado esperándola.

Bien, tengo muchas preguntas sobre la vida. Pero hay una previa a todas ellas, fundamental: la de cómo contestarlas aunque sea de modo parcial. La pregunta previa a todas es: ¿cómo contestaré a las preguntas que la vida me sugiere? Y si no puedo responderlas convincentemente, ¿cómo lograr entenderlas mejor? A veces entender mejor lo que uno pregunta ya es casi una respuesta. Pregunto lo que no sé, lo que aún no sé, lo que quizá nunca llegue a saber, incluso a veces ni si­quiera sé del todo lo que pregunto. En una palabra, la prime­ra de todas las preguntas que debo intentar responder es ésta: ¿cómo llegaré a saber lo que no sé? O quizá: ¿cómo puedo sa­ber qué es lo que quiero saber?, ¿qué busco preguntando?, ¿de dónde puede venirme alguna respuesta más o menos vá­lida?

Para empezar, la pregunta nunca puede nacer de la pura ignorancia. Si no supiera nada o no creyese al menos saber algo, ni siquiera podría hacer preguntas. Pregunto desde lo que sé o creo saber, porque me parece insuficiente y dudoso. Imaginemos que bajo mi cama existe sin que yo lo sepa un pozo lleno de raras maravillas: como no tengo ni idea de que haya tal escondrijo, es imposible que me pregunte jamás cuántas maravillas hay, en qué consisten ni por qué son tan maravillosas. En cambio puedo preguntarme de qué están he­chas las sábanas de mi cama, cuántas almohadas tengo en ella, cómo se llama el carpintero que la fabricó, cuál es la postura más cómoda para descansar en ese lecho y quizá si debo compartirlo con alguien o mejor dormir solo. Soy capaz de plantearme estas cuestiones porque al menos parto de la base de que estoy en una cama, con sábanas, almohadas, etc. Incluso podría asaltarme también la duda de si estoy real­mente en una cama y no en el interior de un cocodrilo gigan­te que me ha devorado mientras hacía la siesta. Todas estas dudas sobre si estoy en una cama o cómo es mi cama sólo son posibles porque al menos creo saber aproximadamente lo que es una cama. Acerca de lo que no sé absolutamente nada (como el supuesto agujero lleno de maravillas bajo mi lecho) ni siquiera puedo dudar o hacer preguntas.

Así que debo empezar por someter a examen los conoci­mientos que ya creo tener. Y sobre ellos me puedo hacer al menos otras tres preguntas:

a) ¿cómo los he obtenido? (¿cómo he llegado a saber lo que sé o creo saber?);

b) ¿hasta qué punto estoy seguro de ellos?;

c) ¿cómo puedo ampliarlos, mejorarlos o, en su caso, sustituirlos por otros más fiables?

Hay cosas que sé porque me las han dicho otros. Mis pa­dres me enseñaron, por ejemplo, que es bueno lavarse las ma­nos antes de comer y que cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la guardan. Aprendí que las canicas de cristal valen más que las de barro porque me lo dijeron los niños de mi clase en el patio de recreo. Un amigo muy ligón me reveló en la adolescencia que cuando te acercas a dos chi­cas hay que hablar primero con la más fea para que la guapa se vaya fijando en ti. Más tarde otro amigo, éste muy viajero, me informó de que el mejor restaurante de la mítica Nueva York se llama Four Seasons. Y hoy he leído en el periódico que el presidente ruso Yelísin es muy aficionado al vodka. La mayoría de mis conocimientos provienen de fuentes semejan­tes a éstas.

Hay otras cosas que sé porque las he estudiado. De los bo­rrosos recuerdos de la geografía de mi infancia tengo la noti­cia de que la capital de Honduras se llama asombrosamente Tegucigalpa. Mis someros estudios de geometría me conven­cieron de que la línea recia es la distancia más corta entre dos puntos mientras que las líneas paralelas sólo se juntan en el infinito. También creo recordar que la composición química del agua es H;0. Como aprendí francés de pequeño puedo de­cir j'ai perdu ma plume dans le jardín de ma tante» para infor­mar a un parisino de que he perdido mi pluma en el jardín de mi tía (cosa, por cierto, que nunca me ha pasado). Lástima no haber sido nunca demasiado estudioso porque podría haber obtenido muchos más conocimientos por el mismo método.

Pero también sé muchas cosas por experiencia propia. Así, he comprobado que el fuego quema y que el agua moja, por ejemplo. También puedo distinguir los diferentes colores del arco iris, de modo que cuando alguien dice «azul» yo me imagino cierto tono que a menudo he visto en el cielo o en el mar. He visitado la plaza de San Marcos, en Venecia, y por tanto creo firmemente que es notablemente mayor que la en­trañable plaza de la Constitución de mi San Sebastián natal. Sé lo que es el dolor porque he tenido varios cólicos nefríti­cos, lo que es el sufrimiento porque he visto morir a mi padre y lo que es el placer porque una vez recibí un beso estupendo de una chica en cierta estación. Conozco el calor, el frió, el hambre, la sed y muchas emociones, para algunas de las cua­les ni siquiera tengo nombre. También conservo experiencia de los cambios que produjo en mí el paso de la infancia a la edad adulta v de otros más alarmantes que voy padeciendo al envejecer. Por experiencia sé también que cuando estoy dor­mido tengo sueños, sueños que se parecen asombrosamente a las visiones y sensaciones que me asaltan diariamente duran­te la vigilia... De modo que la experiencia me ha enseñado que puedo sentir, padecer, gozar, sufrir, dormir y tal vez soñar.

Ahora bien, ¿hasta qué punto estoy seguro de cada una de esas cosas que sé? Desde luego, no todas las creo con el mis­mo grado de certeza ni me parecen conocimientos igualmen­te fiables. Pensándolo bien, cualquiera de ellas puede susci­tarme dudas. Creerme algo sólo porque otros me lo han dicho no es demasiado prudente. Podrían estar ellos mismos equi­vocados o querer engañarme: quizá mis padres me amaban demasiado para decirme siempre la verdad, quizá mi amigo viajero sabe poco de gastronomía o el ligón nunca fue un ver­dadero experto en psicología femenina... De las noticias que leo en los periódicos, para qué hablar; no hay más que com­parar lo que se escribe en unos con lo que cuentan otros para ponerlo todo como poco en entredicho. Aunque ofrezcan ma­yores garantías, tampoco las materias de estudio son absolu­tamente fiables. Muchas cosas que estudié de joven hoy se ex­plican de otra manera, las capitales de los países cambian de un día para otro (¿sigue siendo Tegucigalpa la capital de Honduras?) y las ciencias actuales descartan numerosas teo­rías de los siglos pasados: ¿quién puede asegurarme que lo hoy tenido por cierto no será también descartado mañana? Ni siquiera lo que yo mismo puedo experimentar es fuente se­gura de conocimiento: cuando introduzco un palo en el agua me parece verlo quebrarse bajo la superficie aunque el tacto desmiente tal impresión y casi juraría que el sol se mueve a lo largo del día o que no es mucho mayor que un balón de fút­bol (¡si me tumbo en el suelo puedo taparlo con sólo alzar un pie!), mientras que la astronomía me da noticias muy distin­tas al respecto. Además también he sufrido a veces alucina­ciones y espejismos, sobre todo después de haber bebido de­masiado o estando muy cansado...

¿Quiere todo esto decir que nunca debo fiarme de lo que me dicen, de lo que estudio o de lo que experimento? De nin­gún modo. Pero parece imprescindible revisar de vez en cuando algunas cosas que creo saber, compararlas con otros de mis conocimientos, someterlas a examen crítico, debatir­las con otras personas que puedan ayudarme a entender me­jor. En una palabra, buscar argumentos para asumirlas o re­futarlas. A este ejercicio de buscar y sopesar argumentos an­tes de aceptar como bueno lo que creo saber es a lo que en términos generales se le suele llamar utilizar la razón. Desde luego, la razón no es algo simple, no es una especie de faro luminoso que tenemos en nuestro interior para alumbrar la realidad ni cosa parecida. Se parece más bien a un conjunto de hábitos deductivos, tanteos y cautelas, en parte dictados por la experiencia y en parte basados en las pautas de la lógi­ca. La combinación de todos ellos constituye «una facultad capaz —al menos en parte— de establecer o captar las rela­ciones que hacen que las cosas dependan unas de otras, y es­tén constituidas de una determinada forma y no de otra» (le plagio esta definición —modificándola a mi gusto— a un fi­lósofo del siglo XVII, Leibniz). En ocasiones puedo alcanzar algunas certezas racionales que me servirán como criterio para fundar mis conocimientos: por ejemplo, que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí o que algo no puede ser y no ser a la vez en un mismo respecto (una cosa puede ser blanca o negra, blanquinegra, gris, pero no al mismo tiempo totalmente blanca y totalmente negra). En muchos otros casos debo conformarme con establecer racionalmente lo más probable o verosímil: dados los numerosos testimo­nios que coinciden en afirmarlo, puedo aceptar que en Aus­tralia hay canguros; no parece insensato asumir que el apara­to con que caliento las pizzas en mi cocina es un horno microondas y no una nave alienígena; puedo tener cierta con­fianza en que el portero de mi casa (que se llama Juan como ayer, tiene el mismo aspecto y la misma voz que ayer, me sa­luda como ayer, etc.) es efectivamente la misma persona que vi ayer en la portería. Aunque no espero que ningún aconte­cimiento altere mi creencia racional en los principios de la lógica o de la matemática, debo admitir en cambio —también por cautela racional— que en otros campos lo que hoy me re­sulta verosímil o aún probable siempre puede estar sujeto a revisión...

De modo que la razón no es algo que me cuentan los de­más, ni el fruto de mis estudios o de mi experiencia, sino un procedimiento intelectual crítico que utilizo para organizar las noticias que recibo, los estudios que realizo o las expe­riencias que tengo, aceptando unas cosas (al menos provisio­nalmente, en espera de mejores argumentos) y descartando otras, intentando siempre vincular mis creencias entre sí con cierta armonía. Y lo primero que la razón intenta armonizar es mi punto de vista meramente personal o subjetivo con un punto de vista más objetivo o intersubjetivo, el punto de vista desde el que cualquier otro ser racional puede considerar la realidad. Si una creencia mía se apoya en argumentos racio­nales, no pueden ser racionales sólo para mí. Lo característi­co de la razón es que nunca es exclusivamente mi razón. De aquí proviene la esencial universalidad de la razón, en la que los grandes filósofos como Platón o Descartes siempre han insistido. Esa universalidad significa, primero, que la razón es universal en el sentido de que todos los hombres la poseen, incluso los que la usan peor (los más tontos, para entender­nos), de modo que con atención y paciencia todos podríamos convenir en los mismos argumentos sobre algunas cuestio­nes; y segundo, que la fuerza de convicción de los razona­mientos es comprensible para cualquiera, con tal de que se decida a seguir el método racional, de modo que la razón puede servir de arbitro para zanjar muchas disputas entre los hombres. Esa facultad (¿ese conjunto de facultades?) llamado razón es precisamente lo que todos los humanos tenemos en común y en ello se funda nuestra humanidad compartida. Por eso Sócrates previene al joven Fedón contra dejarse inva­dir por el odio a los razonamientos «como algunos llegan a odiar a los hombres. Porque no existe un mal mayor que caer presa de ese odio de los razonamientos» (Fedón, 89c-91b). Detestar la razón es detestar a la humanidad, tanto a la pro­pia como a la ajena, y enfrentarse a ella sin remedio como enemigo suicida...

El objetivo del método racional es establecer la verdad, es decir, la mayor concordancia posible entre lo que creemos y lo que efectivamente se da en la realidad de la que formamos parte. «Verdad» y «razón» comparten la misma vocación uni­versalista, el mismo propósito de validez tanto para mí mis­mo como para el resto de mis semejantes, los humanos. Lo expresó concisamente muy bien Antonio Machado en. estos versos:

Tu verdad, no: la Verdad.

Y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

Buscar la verdad por medio del examen racional de nues­tros conocimientos consiste en intentar aproximarnos más a lo real: ser racionalmente veraces debería equivaler a llegar a ser lo más realistas posible. Pero no todas las verdades son del mismo género porque la realidad abarca dimensiones muy diversas. Si por ejemplo le digo a mí novia «soy tu pichoncito del alma» y al amigo en el bar «soy ingeniero de ca­minos» puedo afirmar la verdad en ambos casos, aunque haya pocos pichones que hayan llegado a ingenieros. Las ciu­dades medievales solían tener en sus afueras una explanada llamada «campo de la verdad» donde se libraban los comba­tes que dirimían agravios y litigios: se suponía que el ganador de la riña estaba en posesión de la verdad de acuerdo con el veredicto de la ordalía o juicio de Dios. Pues bien, una de las primeras misiones de la razón es delimitar los diversos cam­pos de la verdad que se reparten la realidad de la que forma­mos parte. Consideremos por ejemplo el sol: de él podemos decir que es una estrella de mediana magnitud, un dios o el rey del firmamento. Cada una de estas afirmaciones responde a un campo distinto de verdad, la astronomía en el primer caso, la mitología en el segundo o la expresión poética en el tercero. Cada una en su campo, las tres afirmaciones sobre el sol son razonablemente verdaderas pero el engaño o ilu­sión proviene de mezclar los campos (dando la respuesta pro­pia para un campo en otro campo distinto) o, aún peor, no distinguir los campos, creer que no hay más que un solo cam­po para todo tipo de verdades. Hace tiempo escuché a un ca­tedrático de física explicar con la mejor voluntad divulgadora a unos periodistas la compleja teoría del big bang como origen físico del universo. Impaciente, uno de ellos le interrumpió: «De acuerdo, muy bien, pero... ¿existe o no existe el Dios creador?» He aquí un caso flagrante de confusión entre cam­pos de verdad distintos, porque Dios no es un principio físico.

También los tipos de veracidad a que puede aspirarse va­rían según los campos de la realidad que se pretenden cono­cer. En matemáticas, por ejemplo, debemos exigir exactitud en los cálculos, mientras que el rigor en los razonamientos es todo lo que podemos esperar en cuestiones éticas o políticas (según indicó con tino Aristóteles al comienzo de su Ética para Nicómaco). Si nos movemos en la poesía tendremos que intentar alcanzar la expresividad emotiva (¡aunque sea tan modesta como la de proclamarnos «pichoncitos» para nues­tra amada!) o una verosimilitud bien fundada si intentamos comprender lo que ocurrió en un período histórico. Hay ver­dades meramente convencionales (como la de que el fuego haya de llamarse «fuego», «/iré» o «feu») y otras que provie­nen de nuestras impresiones sensoriales (como la de que el fuego quema, se llame como se llame): muchas verdades con­vencionales cambiarán si nos mudamos de país, pero las otras no. A veces la fiabilidad necesaria y suficiente en un campo de verdad es imposible en otro, incluso es intelectual­mente perjudicial exigirla allí. Después de lodo, nuestra vida abarca formas de realidad muy distintas y la razón debe ser­virnos para pasar convenientemente de unas a otras.

Ortega y Gasset distinguió entre ideas y creencias: son ideas nuestras construcciones intelectuales —por ejemplo, la fun­ción fanerógama de ciertas plantas o la teoría de la relativi­dad—, mientras que constituyen nuestras creencias esas certe­zas que damos por descontadas hasta el punto de no pensar si­quiera en ellas (por ejemplo que al cruzar nuestro portal sal­dremos a una calle conocida y no a un paisaje lunar o que el autobús que vemos de frente lleva otro par de ruedas en su parte posterior). Tenemos tales o cuales ideas, pero en cambio estamos en tales o cuales creencias. Quizá la extraña tarea de la filosofía sea cuestionar de vez en cuando nuestras creencias (¡de ahí la desazón que nos causan a menudo las preguntas fi­losóficas!) y tratar de sustituirlas por ideas argumentalmente sostenidas. Por eso Aristóteles dijo que el comienzo de la filosofía es el asombro, es decir la capacidad de maravillamos ante lo que todos a nuestro alrededor consideran obvio y segu­ro. Sin embargo, incluso el más empecinado filósofo necesita para vivir cotidianamente apoyarse en útiles creencias de sen­tido común (¡lo cual no quiere decir que sean irrefutablemen­te verdaderas!) sin ponerlas constantemente en entredicho...

De acuerdo: la razón nos sirve para examinar nuestros su­puestos conocimientos, rescatar de ellos la parte que tengan de verdad y a partir de esa base tantear hacia nuevas verda­des. Pasamos así de unas creencias tradicionales, semiinadvertidas, a otras racionalmente contrastadas. Pero ¿y la creen­cia en la razón misma, a la que algunos han considerado «una vieja hembra engañadora», como Nietzsche decía de la gra­mática? ¿Y la creencia en la verdad? ¿No podrían ser también acaso ilusiones nada fiables y fuentes de otras ilusiones per­niciosas? Muchos filósofos se han hecho estas preguntas: le­jos de ser todos ellos decididos racionalistas, es decir creyen­tes en la eficacia de la razón, abundan los que han planteado serias dudas sobre ella y sobre la noción misma de verdad que pretende alcanzar. Algunos son escépticos, es decir que ponen en cuestión o niegan rotundamente la capacidad de la razón para establecer verdades concluyentes; otros son relativistas, o sea, creen que no hay verdades absolutas sino sólo relativas según la etnia, el sexo, la posición social o los intereses de cada cual y que por tanto ninguna forma universal de razón puede ser válida para todos; los hay también que desestiman la razón por su avance laborioso, lleno de errores y tanteos, para declararse partidarios de una forma de conocimiento su­perior, mucho más intuitiva o directa, que no deduce o con­cluye la verdad sino que la descubre por revelación o visión inmediata. Antes de ir más adelante debemos considerar su­cintamente las objeciones de estos disidentes.

Empecemos por el escepticismo que pone en duda todos y cada uno de los conocimientos humanos; más aún, que duda incluso de la capacidad humana de llegar a tener algún conocimiento digno de ese nombre. ¿Por qué la razón no puede dar cuenta ni darse cuenta de cómo es la realidad? Su­pongamos que estamos oyendo una sinfonía de Beethoven y que, con papel y lápiz, intentamos dibujar la armonía que es­cuchamos. Pintaremos diversos trazos, quizá a modo de pi­cos cuando la música es más intensa y líneas hacia abajo cuando se suaviza, círculos cuando nos envuelve de modo grato y dientes de sierra cuando nos desasosiega, florecitas para indicar que suena líricamente y botas militares al tronar la trompetería, etc. Después, muy satisfechos, considerare­mos que en ese papel está la «verdad» de la sinfonía. Pero ¿habrá alguien capaz de enterarse realmente de lo que la sin­fonía es sin otra ayuda que tales garabatos? Pues del mismo modo quizá la razón humana fracasa al intentar reproducir y captar la realidad, de cuyo registro está tan alejada como el dibujo de la música... Para el escéptico, todo supuesto cono­cimiento humano es cuando menos dudoso y a fin de cuentas nos descubre poco o nada de lo que pretendemos saber. No hay conocimiento verdaderamente seguro ni siquiera fiable cuando se lo examina a fondo.

La primera respuesta al escepticismo resulta obvia: ¿tiene el escéptico por segura y fiable al menos su creencia en el es­cepticismo? Quien dice «sólo sé que no sé nada», ¿no acepta al menos que conoce una verdad, la de su no saber? Si nada es verdad, ¿no resulta ser verdad al menos que nada es ver­dad? En una palabra, se le reprocha al escepticismo ser con­tradictorio consigo mismo: si es verdad que no conocemos la verdad, al menos ya conocemos una verdad... luego no es ver­dad que no conozcamos la verdad. (A esta objeción el escép­tico podría responder que no duda de la verdad, sino de que podamos distinguirla siempre fiablemente de lo falso...) Otra contradicción: el escéptico puede dar buenos argumentos contra la posibilidad de conocimiento racional pero para ello necesita utilizar la razón argumentativa: tiene que razonar para convencemos (¡y convencerse a sí mismo!) de que razo­nar no sirve para nada. Por lo visto, ni siquiera se puede des­cartar la razón sin utilizarla. Tercera duda frente a la duda: podemos sostener que cada una de nuestras creencias con­cretas es falible (ayer creíamos que la Tierra era plana, hoy que es redonda y mañana... ¡quién sabe!) pero si nos equivo­camos debe entenderse que podríamos acertar, porque si no hay posibilidad de acierto —es decir, de conocimiento verda­dero, aunque todavía nunca se haya dado—, tampoco hay po­sibilidad de error. Lo peor del escepticismo no es que nos im­pida afirmar algo verdadero sino que incluso nos veda decir nada falso. Cuarta refutación, de lo más grosero: quien no cree en la verdad de ninguna de nuestras creencias no debe­ría tener demasiado inconveniente en sentarse en la vía del tren a la espera del próximo expreso o saltar desde un sépti­mo piso, pues puede que el temor inspirado por tales con­ductas se base en simples malentendidos. Se trata de un gol­pe bajo, ya lo sé.

De todas formas, el escepticismo señala una cuestión muy inquietante: ¿cómo puede ser que conozcamos algo de la rea­lidad, sea poco o mucho? Nosotros los humanos, con nues­tros toscos medios sensoriales e intelectuales... ¿cómo pode­mos alcanzar lo que la realidad verdaderamente es? ¡Resulta chocante que un simple mamífero pueda poseer alguna clave para interpretar el universo! El físico Albert Einstein, quizá el científico más grande del siglo XX, comentó una vez: «Lo más incomprensible de la naturaleza es que nosotros podamos al menos en parte comprenderla.» Y Einstein no dudaba de que la comprendemos al menos en parte. ¿A qué se debe este mi­lagro? ¿Será porque hay en nosotros una chispa divina, por­que tenemos algo de dioses, aunque sea de serie Z? Pero qui­zá no sea nuestro parentesco con los dioses lo que nos per­mita conocer, sino nuestra pertenencia a aquello mismo que aspiramos a que sea conocido: somos capaces —al menos parcialmente— de comprender la realidad porque formamos parte de ella y estamos hechos de acuerdo a principios seme­jantes. Nuestros sentidos y nuestra mente son reales y por eso logran mejor o peor reflejar el resto de la realidad.

Quizá la respuesta más perspicaz dada hasta la fecha al problema del conocimiento la brindó Immanuel Kant a fina­les del siglo XVIII en su Crítica de la razón pura. Según Kant, lo que llamamos «conocimiento» es una combinación de cuanto aporta la realidad con las formas de nuestra sensibili­dad y las categorías de nuestro entendimiento. No podemos captar las cosas en sí mismas sino sólo tal como las descu­brimos por medio de nuestros sentidos y de la inteligencia que ordena los datos brindados por ellos. O sea, que no co­nocemos la realidad pura sino sólo cómo es lo real para no­sotros. Nuestro conocimiento es verdadero pero no llega más que hasta donde lo permiten nuestras facultades. De aquello de lo que no recibimos información suficiente a través de los sentidos —que son los encargados de aportar la materia pri­ma de nuestro conocimiento— no podemos saber realmente nada, y cuando la razón especula en el vacío sobre absolutos como Dios, el alma, el Universo, etc., se aturulla en contra­dicciones insalvables. El pensamiento es abstracto, o sea que procede a base de síntesis sucesivas a partir de nuestros datos sensoriales: sintetizamos todas las ciudades que conocemos para obtener el concepto «ciudad» o de las mil formas imagi­nables de sufrimiento llegamos a obtener la noción de «do­lor», agrupando los rasgos intelectualmente relevantes de lo diverso. Pensar consiste luego en volver a descender desde la síntesis más lejana a los particulares datos concretos hasta los casos individuales y viceversa, sin perder nunca el contac­to con lo experimentado ni limitarnos solamente a la abru­madora dispersión de sus anécdotas. Tal explicación está de alguna manera presente ya en Aristóteles y, sobre todo, en Locke. Desde luego, la respuesta de Kant es muchísimo más compleja de lo aquí esbozado, pero lo destacable de su es­fuerzo genial es que intenta salvar a la vez. los recelos del es­cepticismo y la realidad efectiva de nuestros conocimientos tal como se manifiestan en la ciencia moderna, que para él representaba el gran Newton.

También el relativismo pone en cuestión que seamos algu­na vez capaces de alcanzar la verdad por medio de razona­mientos. Como ya ha quedado dicho, en la argumentación ra­cional debe conciliarse el punto de vista subjetivo y personal con el objetivo o universal (siendo este último el punto de vis­ta de cualquier otro ser humano que por así decir «mirase por encima de mi hombro» mientras estoy razonando). Pues bien, los relativistas opinan que tal cosa es imposible y que mis con­dicionamientos subjetivos siempre se imponen a cualquier pretensión de objetividad universal. A la hora de razonar, cada cual lo hace según su etnia, su sexo, su clase social, sus inte­reses económicos o políticos, incluso su carácter. Cada cultura tiene su lógica diferente y cada cual su forma de pensar idio­sincrásica e intransferible. Por tanto hay tantas verdades como culturas, como sexos, como clases sociales, como intereses... ¡como caracteres individuales! Quienes no hablan de verdades sino de la verdad y sostienen la pertinencia de los versos de Antonio Machado que antes citábamos suelen ser considera­dos por los relativistas diversas cosas feas: etnocéntricos, logocóntricos, falocéntricos y en general concéntricos en torno a sí mismos; es decir gente despistada o abusona que toma su pro­pio punto de vista por la perspectiva de la razón universal.

Resulta imposible (y sin duda indeseable) negar la impor­tancia de nuestros condicionamientos socioculturales o psi­cológicos cuando nos ponemos a razonar pero... ¿puede ase­gurarse que invaliden totalmente el alcance universal de cier­tas verdades alcanzadas a partir de ellos y a pesar de ellos? Los hallazgos científicos de la única mujer ganadora de dos premios Nobel, Madame Curie, ¿son válidos sólo para las madames y no también para los monsieurs? ¿Deben desconfiar los japoneses del siglo XX del valor que tenga para ellos la ley de gravitación descubierta por un inglés empelucado del si­glo XVII llamado Newton? ¿Se equivocaron nuestros antepa­sados renacentistas europeos al cambiar la numeración ro­mana, tan propia de su identidad cultural, por los mucho más operativos guarismos árabes? ¿Utilizaron una lógica y una observación experimental de la naturaleza muy distinta a la nuestra los indígenas peruanos que descubrieron las pro­piedades febrífugas de la quinina siglos antes que los euro­peos? ¿Invalida los análisis de Marx sobre el proletariado el hecho indudable de que él mismo perteneciese a la pequeña burguesía? ¿Debería Martin Luther King por ser negro haber renunciado a reclamar los derechos de ciudadanía iguales para todos establecidos por los padres fundadores de la cons­titución estadounidense, los cuales fueron blancos sin excepción? Por último: es una verdad racional universal y objetiva la de que no existen o no pueden ser alcanzadas por los hu­manos las verdades universales racionalmente objetivas?

Parece evidente que el peso dé los condicionamientos sub­jetivos varía grandemente según el «campo de la verdad» que en cada caso estemos considerando: si de lo que hablamos es de mitología, de gastronomía o de expresión poética, el peso de nuestra cultura o nuestra idiosincrasia personal es mucho más concluyente que cuando nos referimos a ciencias de la naturaleza o a los principios de la convivencia humana. En cualquier caso, también para determinar hasta qué punto nuestros conocimientos están teñidos de subjetivismo necesi­tamos un punto de vista objetivo desde el que compararlos unos con otros... ¡y todos con una cierta realidad más allá de ellos a la que se refieren! En fin, hasta para desconfiar de los criterios universales de razón y de verdad necesitamos algo así como una razón y una verdad que sirvan de criterio uni­versal. Sin embargo, la aportación más valiosa del relativismo consiste en subrayar la imposibilidad de establecer una fuen­te última y absoluta de la que provenga todo conocimiento verdadero. Y ello no se debe a las insuficiencias accidentales de nuestra sabiduría que el progreso científico podría reme­diar, sino a la naturaleza misma de nuestra capacidad de co­nocer. Quizá por eso un teórico importante de nuestro siglo, Karl R. Popper, ha insistido en que no existe ningún criterio para establecer que se ha alcanzado la verdad, sin dejar al tiempo de conservar para la epistemología un criterio último y definitivo de verdad (la noción tarskiana7 de verdad). Lo único que está a nuestro alcance en la mayoría de los casos, según Popper, es descubrir los sucesivos errores que existen en nuestros planteamientos y purgarnos de ellos. De este modo, la tarea de la razón resultaría ser más bien negativa (señalar las múltiples equivocaciones e inconsistencias en nuestro saber) que afirmativa (establecer la autoridad defini­tiva de la que proviene toda verdad).

Seamos modestos: decir que algo «es verdad» significa que es «más verdad» que otras afirmaciones concurrentes so­bre el mismo tema, aunque no represente la verdad absoluta. Por ejemplo, es «verdad» que Colón descubrió el continente americano a los europeos (aunque sin duda navegantes vikin­gos llegaron antes, pero sin dar la misma publicidad a su lo­gro ni intentar la colonización) y es «verdad» que el vino de Rioja es un alimento más sano que el arsénico (aunque bebi­do en dosis excesivas también puede ser letal, mientras que pequeñas cantidades de arsénico se utilizan en la farmacopea para fabricar medicinas). Etc. Como resumió muy bien otro gran filósofo contemporáneo, George Santayana: «La pose­sión de la verdad absoluta no se halla tan sólo por accidente más allá de las mentes particulares; es incompatible con el estar vivo, porque excluye toda situación, órgano, interés o fecha de investigación particulares: la verdad absoluta no puede descubrirse justo porque no es una perspectiva.»8 Pero que toda verdad que alcanzamos racionalmente responda a cierta perspectiva no la invalida como verdad, sino que sólo la identifica como «humana».

El último grupo de adversarios de la razón (o, más bien, del razonar argumentalmente) no lo son también de la ver­dad, como ocurría en los dos casos anteriores. Al contrario, éstos creen en la verdad, incluso en la Verdad con mayúscu­la, eterna, resplandeciente, sin nada que ver con las construc­ciones trabajosas que mediatizan el conocimiento humano: en una palabra, esta Verdad absoluta e indiscutible no nos debe nada. Tampoco piensan que puede llegar hasta ella por el laborioso y vacilante método racional sino que es una Ver­dad que se nos revela, bien sea porque nos la descubran algunos maestros sobre humanos (dioses, ancestros inspirados, et­cétera), porque se nos manifieste en alguna forma privilegia­da de visión o porque sólo sea alcanzable a través de intui­ciones no racionales, sentimientos, pasiones, etc. Es curioso que los partidarios de estos atajos sublimes hacia el conoci­miento suelan fustigar el «orgullo» de los racionalistas (cuan­do precisamente la racionalidad se caracteriza por la humilde desconfianza de sí misma y de ahí sus tanteos, sus laboriosas deliberaciones, sus pruebas y contrapruebas) o ridiculicen su fe en «la omnipotencia de la razón», disparate irracional en el que jamás ha creído ningún racionalista en su sano juicio. Desde luego la Verdad así revelada —la Verdad visionaria— es irrefutable, porque cualquier intento de cuestionarla de­muestra precisamente que el incrédulo carece de la ilumina­ción requerida para su disfrute, bien sea por su impiedad ante los Maestros adecuados o por el embotamiento de las emociones necesarias para intuirla.

Y en ello mismo estriba sin embargo la principal objeción que puede hacérsele. Porque esta forma de acceso a la Verdad mayúscula es algo así como un privilegio de unos cuantos, que los menos afortunados sólo lograrían compartir indirec­tamente por obediencia intelectual ante los iniciados o que­dando a la espera de una revelación semejante. Pero en nin­gún caso pueden repetir por sí mismos el camino del conoci­miento, que se presenta como inefable y repentino. La Verdad así alcanzada debe ser aceptada en bloque, incuestionada, no sometida al proceso de dudas y objeciones que son fruto del ejercicio racional. El método de la razón en cambio es total­mente diferente. Para empezar, está abierto a cualquiera y no hace distingos entre las personas: en el diálogo Menón, Só­crates demuestra que también un joven esclavo sin instruc­ción ninguna puede llegar por sus propias deducciones a avanzar en el campo de la geometría. La razón no exige nada especial para funcionar, ni fe, ni preparación espiritual, ni pureza de alma o de sentimientos, ni pertenecer a un deter­minado linaje o a determinada etnia: sólo pide ser usada. La revelación elige a unos cuantos; la razón puede ser elegida por cualquiera, por todos. Es lo común de la condición hu­mana. Se puede fingir una revelación sublime o una intuición emotiva pero no se puede fingir el ejercicio racional, porque cualquiera puede repetirlo con nosotros o en nuestro lugar: no hay conclusión racional si otro (cualquier otro con volun­tad de razonar) no está facultado para seguir al menos nues­tro razonamiento y compartirlo o señalar sus errores. Frente a tantos vehículos privados, supuestamente velocísimos pero que quizá no se mueven de donde están, la razón es un servi­cio público intelectual: un ómnibus.

En este sentido, la razón no sólo es un instrumento para conocer sino que tiene relevantes consecuencias políticas. El proceso de razonamiento —argumentos, datos, dudas, prue­bas, contrapruebas, preguntas capciosas, refutaciones, etc. — está tomado del método que seguimos para discutir con nues­tros semejantes los temas que nos interesan. Es decir, todo razonamiento es social porque reproduce el procedimiento de preguntas y respuestas que empleamos para el debate con los demás. Tal es precisamente el origen de la razón, si hemos de hacer caso a Giorgio Colli: «Muchas generaciones de dialécti­cos elaboraron en Grecia un sistema de la razón, del logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral. Evidente­mente, el carácter oral de la discusión es esencial en ella: una discusión escrita, traducida a obra literaria, como la que en­contramos en Platón, es un pálido subrogado del fenómeno originario, ya sea porque carece de la más mínima inmedia­tez, de la presencia de los interlocutores, de la inflexión de sus voces, de la alusión de sus miradas, o bien porque descri­be una emulación pensada por un solo hombre y exclusiva­mente pensada, por lo que carece del arbitrio, de la novedad, de lo imprevisto, que pueden surgir únicamente del encuen­tro verbal de dos individuos de carne y hueso.»9 Razonar no es algo que se aprende en soledad sino que se inventa al comunicarse y confrontarse con los semejantes: toda razón es fundamentalmente conversación. A veces los filósofos moder­nos parecen olvidar este aspecto esencial de la cuestión.

«Conversar» no es lo mismo que escuchar sermones o atender voces de mando. Sólo se conversa —sobre todo, sólo se discute— entre iguales. Por eso el hábito filosófico de ra­zonar nace en Grecia junto con las instituciones políticas de la democracia. Nadie puede discutir con Asurbanipal o con Nerón, ni nadie puede conversar abiertamente en una socie­dad en la que existen castas sociales inamovibles. Desde lue­go la Grecia clásica no fue una sociedad plenamente igualita­ria (¿lo ha sido alguna, habrá alguna que lo sea alguna vez?) y las mujeres o los esclavos no tenían los mismos derechos de ciudadanía que los varones libres: pero en el Banquete plató­nico interviene Diotima como interlocutora y en Menón Só­crates ayuda a razonar al esclavo. Y es que razonar conse­cuentemente exige la universalidad humana de la razón, el no excluir a nadie del diálogo donde se argumenta. De modo que la razón fue por delante en Grecia de su propio sistema social y va siempre por delante de los sistemas sociales desiguales que conocemos, hacia la verdadera comunidad de todos los seres pensantes. A fin de cuentas, la disposición a filosofar consiste en decidirse a tratar a los demás como si fueran tam­bién filósofos: ofreciéndoles razones, escuchando las suyas y construyendo la verdad, siempre en tela de juicio, a partir del encuentro entre unas y otras.

Actualmente se ha extendido una versión que me parece errónea de la relación entre la capacidad de argumentación y la igualdad democrática. Se da por supuesto que cada cual tiene derecho a sus propias opiniones y que intentar buscar la verdad (no la tuya ni la mía) es una pretensión dogmática, casi totalitaria. En el fondo, no hay planteamiento más direc­tamente antidemocrático que éste. La democracia se basa en el supuesto de que no hay hombres que nazcan para mandar ni otros nacen para obedecer, sino que todos nacemos con la capacidad de pensar y por tanto con el derecho político de in­tervenir en la gestión de la comunidad de la que formamos parte. Pero para que los ciudadanos puedan ser políticamen­te iguales es imprescindible que en cambio no todas sus opi­niones lo sean: debe haber algún medio de jerarquizar las ideas en la sociedad no jerárquica, potenciando las más ade­cuadas y desechando las erróneas o dañinas. En una palabra, buscando la verdad. Tal es precisamente la misión de la razón cuyo uso todos compartimos (antaño las verdades sociales las establecían los dioses, la tradición, los soberanos absolutos, etcétera). En la sociedad democrática, las opiniones de cada cual no son fortalezas o castillos donde encerrarse como for­ma de autoafirmación personal: «tener» una opinión no es «tener» una propiedad que nadie tiene derecho a arrebatar­nos. Ofrecemos nuestra opinión a los demás para que la de­batan y en su caso la acepten o la refuten, no simplemente para que sepan «dónde estamos y quiénes somos». Y desde luego no todas las opiniones son igualmente válidas: valen más las que tienen mejores argumentos a su favor y las que mejor resisten la prueba de fuego del debate con las objecio­nes que se les plantean.

Si no queremos que sean los dioses o ciertos hombres pri­vilegiados los que usurpen la autoridad social (es decir, quie­nes decidan cuál es la verdad que conviene a la comunidad) no queda otra alternativa que sometemos a la autoridad de la razón como vía hacia la verdad. Pero la razón no está situada como un árbitro semidivino por encima de nosotros para zanjar nuestras disputas sino que funciona dentro de nosotros y entre nosotros. No sólo tenemos que ser capaces de ejercer la razón en nuestras argumentaciones sino también —y esto es muy importante y quizá aún más difícil— debemos desa­rrollar la capacidad de ser convencidos por las mejores razo­nes, vengan de quien vengan. No acata la autoridad democrá­tica de la razón quien sólo sabe manejarla a favor de sus tesis pero considera humillante ser persuadido por razones opues­tas. No basta con ser racional, es decir, aplicar argumentos racionales a cosas o hechos, sino que resulta no menos im­prescindible ser razonable, o sea acoger en nuestros razona­mientos el peso argumental de otras subjetividades que tam­bién se expresan racionalmente. Desde la perspectiva racio­nalista, la verdad buscada es siempre resultado, no punto de partida: y esa búsqueda incluye la conversación entre iguales, la polémica, el debate, la controversia. No como afirmación de la propia subjetividad sino como vía para alcanzar una verdad objetiva a través de las múltiples subjetividades. Si sa­bemos argumentar pero no sabemos dejarnos persuadir hará falta un jefe, un Dios o un Gran Experto que finalmente deci­da qué es lo verdadero para todos. Probablemente tendremos que volver más adelante sobre esta cuestión de lo racional y lo razonable.

De momento, creo que basta lo dicho. Recapitulemos. Acosados por la muerte, debemos pensar la vida. Pensarla, es decir: conocerla mejor a ella, a cuanto contiene y a cuanto significa. Tenemos múltiples fuentes de conocimiento, pero todas han de pasar la criba crítica de la razón, que verifica, organiza y busca la coherencia en lo que sabemos... aunque sea provisionalmente. Pero la vida está llena de preguntas. ¿Por cuál empezar, tras habernos preguntado cómo respon­derlas? La primera de todas bien puede ser ésta: ¿quién soy yo? O quizá: ¿qué soy yo?

7. La propuesta por el lógico Alfred Tarski, según la cual —por ejemplo— «el enunciado "la nieve es blanca" es verdadero si y solo si la nieve es blanca».

8. Los reinos del ser, de G. Santayana, Prefacio, trad. Francisco González Aramburo, Fondo de Cultura Económica, México.

9. Et nacimiento de la filosofía, de G. Colli, Tusquets, Barcelona.

Da que pensar...

¿Cuál es la pregunta previa a las restantes preguntas de la vida?

¿De dónde nos viene lo que creemos saber?

¿Podemos es­tar medianamente seguros de tales conocimientos?

¿A qué lla­mamos razón?

¿Cuál es la relación entre la razón y la verdad?

¿Cuánto hay en la razón de subjetivo y cuánto de objetivo?

¿Se puede compartir la razón y la verdad con otros, quizá con to­dos?

¿Cuáles son los argumentos de los escépticos y cómo se les puede responder?

¿En qué consiste el relativismo?

Si todo es relativo, ¿será el relativismo relativo también?.

¿Podrá llegarse a la Verdad sin utilizar la razón, por fe o por intuición, quizá por una corazonada? ¿Por qué no puede haber una razón muda y qué tiene que ver «conversar» con «razonar»?

¿Tiene implica­ciones políticas el método racional de llegar a la verdad?

Para utilizar correctamente la razón ¿basta con ser racional o hay que ser también razonable?

Puedo ser racional contra mi próji­mo pero ¿puedo ser razonable contra los demás?

¿Consiste la democracia en el derecho a defender públicamente las propias opiniones o en la obligación de tenerlas a todas por igualmente válidas?

¿Es irracional o humillante dejarse convencer por los argumentos racionales?